jueves, 26 de febrero de 2009

Desde el Campanario

Pasé a recogerla a la hora prevista en el cruce de su calle. Estaba esperándome en la acera con una mochila bastante grande, pensé, para un fin de semana en mi casa del pueblo. Le abrí la puerta y metí la mochila en el maletero. Nos pusimos en marcha. En cuanto salimos de la ciudad cogió su bolso y sacó una posturita de hachís sonriéndome y se hizo un porro. Yo estaba intentando dejarlo, ella lo sabía. Yo había dejado de comprar, para ser más exactos. Era la única manera que encontré para mantener la droga a raya. Así al menos no tenía siempre encima y solo fumaba en ocasiones. En las ocasiones que me invitaban, claro. Subí el volumen de la radio, ella encendió el pitillo y me lo pasó. Pisé el acelerador con la vista en la carretera. Me encanta fumar y conducir.

Cuando llegamos al pueblo hacía una temperatura estupenda. Unos cinco grados menos que en la ciudad debido a la altura de la sierra. Apretaba el sol pero siempre corría una fresca brisa que sentaba de puta madre en pleno verano. Sobretodo a la hora de dormir por las noches. Mi casita estaba casi en la entrada del pueblo. Era de las casas más altas. Por su situación me refiero. Me explico: la casa tiene una planta por la calle de la entrada, planta baja. Pero por la calle de atrás esa misma planta es una tercera debido al desnivel del monte. Entramos y abrí el ventanal de la terraza del corredor. Se podía ver todo el pueblo como si se hubiera dejado caer colina abajo hasta llegar a un pequeño valle. La verdad es que tengo una de las mejores vistas del pueblo. Justo a la misma altura que mi terraza estaba el campanario del pueblo, a unos cien metros justo en frente, para que os hagáis una idea de la pendiente del pueblo. Y en el campanario hay un nido de cigüeñas en el que viven una pareja y su pequeño polluelo. Digo polluelo porque la última vez que había estado allí así era el pequeño, pero ahora se había convertido en un pajarraco torpe, en comparación con la majestuosidad de su elegante padre, y que apenas cabía en el nido.

― ¡Ahí!, ¡Mira las cigüeñas! Oh, es precioso, Al. Que bonito. Me encanta esta casa ― dijo abrazándome y besándome con muchas ganas.

Bueno ella era ornitóloga, todo hay que decirlo. Para los no iniciados: bióloga especialista en aves, migraciones, poblaciones, y un largo etcétera que os ahorraré a vosotros. Así que la carta de las cigüeñas salió de mi manga en el momento preciso y aquella jugada surtió el efecto deseado. Puntazo para mí.

Después de echar un polvo rápido en la cama de matrimonio nos vestimos y fuimos a comer a la majá de arriba. Una especie de restaurante rural para la gente del pueblo con unos precios muy interesantes aunque no tanto como la carta de chacinas y carnes. Íbamos bien de dinero así que pedimos sin miedo. Teníamos un hambre atroz. Solo hacía falta mirarnos así callados y fumando mientras esperábamos la comida. Cuando nos pusieron los primeros filetes de secreto ibérico la saliva ya no me cabía en la boca.

― Espera ― le dije ― vamos a bendecir la mesa ― me miró con la boca abierta y dije reclinando la cabeza ― Por favor, que no llamen al teléfono y que no esté fría la comida.

― Amén ― dijo ella masticando ya el primer bocado en la boca.

Nos pusimos hasta arriba. Literalmente. No nos podíamos mover de la mesa. Así que pedimos dos cafés y luego otros dos. Estuvimos charlando un buen rato con el estómago bien lleno. Ella siempre me había dicho que no era mucho de carne. Yo pensé, espera que pruebes esto y veas como huele y ya me cuentas luego.

Luego dimos un paseo por el pueblo. A ella le hizo mucha gracia eso de saludarse con todo el mundo. Se lo iba explicando mientras bajábamos las calles. Subirlas de vuelta ya sería otra historia.

― Aquí se conoce todo el mundo, quilla. Aquí se le dice hola a todo el mundo. Y si no tienes ganas de hablar pues basta con un “hey”, aunque según lo pronuncian aquí se parece más a un “háay” que otra cosa. Mira, aquí viene un viejo, salúdalo, venga. Salúdalo tú.

― ¡Pero si no lo conozco de nada!

― Da igual, tu dile “háay” y verás como te saluda.

― Jaí ― dijo ella. El viejo levantó la vista mientras subía la calle y le levantó una ceja. No me pude contener de la risa.

― ¿Lo ves? No me ha saludado. ¡Tú!, ¡no te rías! Que cabrón estás hecho ― bajé el resto de la calle partiéndome el culo de risa.

Luego dimos un paseo por el campo. Cogimos uno de los caminos que van a las huertas hasta un manantial al que iba con mis colegas a fumar porros cuando veraneaba en el pueblo. Nos cruzamos con un buen puñado de gente. La mayoría me conocían de vista. Ella ya no quiso saludar más y se limitó a sonreír a los lugareños cuando nos saludaban. Llegamos al manantial y bebimos un poco. El agua estaba muy fresca. Entonces quise dármelas de silvestre y me salté una tapia. Cogí cuatro manzanas verdes y se las tiré por encima de la tapia.

― Como nos cojan robando manzanas nos van a dar de palos aquí, tú.

― Tú tranquila, aquí no pasa ná.

Lavamos las manzanas en el manantial. Estaban verdes y muy frescas. Riquísimas. Tenían un puntito ácido muy jugoso de recién cortadas que se notaba en las encías al morderlas. Nos las comimos mirándonos y riéndonos. Parecíamos dos chavales de ciudad mezclándose en la naturaleza. Justo lo que éramos. Luego nos fumamos otro porrito y nos volvimos al pueblo dando un paseo campestre.

Ya en casa me tiré en el sofá e intenté encender la vieja tele que tenía allí mientras ella se daba una ducha. La tele no funcionaba. Mucho mejor. Cogí el sofá y lo arrastré hasta la terraza del corredor. Era muy espaciosa. Puse los pies en la barandilla y contemplé el paisaje rural. La madre cigüeña estaba enseñándole al pajarraco a volar pero el pequeño no le echaba huevos al tema y no acababa de decidirse a salir del nido. Solo se ponía de pie, daba unos cuantos aleteos seguidos y en cuanto separaba las patas de la cornisa del campanario volvía a bajar cagadito de miedo. Le temblaban las piernas.

― ¡Échale huevos chaval! ― le grité. El padre se giró y me miró allí repatingado en el sofá liándome un pitillo. Entonces ella subió por las escaleras del baño, que estaba en la planta de abajo.

― ¿Con quien hablas? ― venía envuelta en una vieja toalla blanca que había encontrado en el antiguo ropero de mi abuela y que le había gustado mucho. Se puso delante y se subió encima mía a horcajadas abriendo la toalla. Su cuerpo aún estaba húmedo. Por todas partes ― ¿No quieres darte un baño?

― Enseguida me lo voy a dar, en cuanto solucione un asunto que me ha surgido de improvisto.

― ¿Ah, si? ― dijo acomodando su entrepierna sobre mi cintura ― ¿Cuánto crees que tardaras en solucionarlo?

― Creo que cinco minutos. Diez máximo.

― ¿Solo? ― me miró de cerca a los ojos con los suyos bien abiertos. Tenía una forma muy animal de mirarme cuando se sentía salvaje, como ella misma decía. Las cigüeñas tampoco nos quitaron el ojo en ningún momento.

― Nos están mirando.

― Me da mucho morbo que nos miren ― Ella tenía un sexo muy salvaje. Tenía toda la razón.