miércoles, 18 de marzo de 2009

La Bohème

Me despertó de la siesta echándose a mi lado en el sofá. La dejé jugar un rato. Me hacía cosquillas por el pecho y en la barriga, le gustaba meterme el dedo en el ombligo. Tenía una extraña fijación con esto que me resultaba graciosa porque ella no tenía ombligo. Le habían dejado el ombliguito un poquito hacia fuera. A ella no le gustaba su ombligo. Decía que si lo tuviera bonito se haría un piercing, pero que no le gustaba como lo tenía. Yo no decía nada. Me miró. Le dije que me gustaba su ombligo. Y volvió a meterme el dedito en el mío.

― Me ha llamado antes Said, nos ha invitado al casino del hotel. Hay una fiesta.

Said era su ex. Trabajaba de crupier en el casino. Era un chico alto y guapo. Said era libanés y llevaba cinco años en Madrid. Su viejo tío era socio del casino y le consiguió trabajo en él. Empezó de mantenimiento y fue subiendo poco a poco. Era muy trabajador. Yo lo conocí una noche en una partida en su casa. Conocía todos los trucos. Todas las trampas. Le habían enseñado bien a reconocer a los listos. Yo me hice el tonto aquella noche. Llevaba los mismos cinco años que llevaba él en el país sin sentarme en una mesa de juego. Me costó lo mío dejarlo, más incluso que la cocaína. El juego es lo peor, sobretodo cuando juegas a muerte. Y yo no sabía jugar de otra manera. Pero todo esto ella no lo sabía. Pensé en convencerla de ir a algún otro sitio, pero luego me dije, bueno una partidita sola no es malo. Que coño, una noche es una noche.

― ¿Tú sabes jugar? ― me preguntó.

― Un poco. Pero solo a lo grande. Ese es mi fallo.

― ¿Me enseñarás a jugar a lo grande?

― Claro.

― Yo nunca he ido a un casino. Y el de Said es el más lujoso de la ciudad.

― Ahora que lo dices, ¿sabes cual es la primera regla que tienes que aprender antes de jugar?

― No.

― Aprender a vestir. El y ella siempre tienen que estar impecables. Nos vamos de compras ― sin duda le gustó mucho la idea.

Yo elegí rápidamente un traje de chaqueta negro con camisa blanca y chaleco gris. Con los zapatos me tomé más tiempo mientras ella elegía su vestido. Se probó dos antes de dar con el bueno. Un vestido negro largo con piedrecitas brillantes que le dejaba toda la espalda desnuda.

― ¿Cómo estoy? ¿Te gusta? ― estaba increíble. Le dije con el dedo que se diera la vuelta. Lo hizo muy despacio.

― Estás preciosa ― se la veía muy contenta con su vestido. Sus ojos brillaban de ilusión en el espejo.

Luego llamé a mi socio para pedirle el coche. Me debía un buen favor y ya sabía como me lo iba a devolver. Solo estaba esperando la ocasión. Cogimos un taxi con nuestras nuevas ropas y fuimos a recoger el BMW z4 Coupé biplaza color negro que nos llevaría aquella noche de fiesta. Cuando ella vio el coche se quedó literalmente con la boca abierta.

lol, ¡que pasada!. Nunca me había montado en un deportivo ― yo tampoco, pero nadie lo hubiera dicho de lo bien que me quedaba el traje. Ella me encendió un cigarrillo dejándome el carmín en la boquilla y pusimos rumbo al hotel. Nos íbamos a mezclar con la jet set de Madrid. Sería divertido. Nos inventamos profesiones. Ella sería diseñadora de una firma de ropa muy extraña y exclusiva que solo distribuía en Nueva York, Berlín y Londres. Yo quería ser compositor y violinista solista de la filarmónica de Viena, pero al final me tuve que conformar con representante de la Metropolitan Gallery de Nueva York en Madrid. No estaba nada mal. Seguro que conocía un montón de jóvenes promesas del arte jugando al texas holdem.

Ella consiguió encender la radio del coche después de investigar un buen rato como funcionaba y saltó una música de ópera que nos iba muy bien con nuestra pinta. Nos miramos y nos dijimos “vaya, perfecto”. Yo la reconocí al escuchar un pasaje que me sonaba un montón. Era José Carreras en La Bohème de Puccini. Le conté la historia de Rodolfo y Mimí mientras ella se repasaba las pestañas con rimmel mirándose en el espejo del coche.

― Ese es Marcello, es pintor. Y ese otro es Rodolfo. Es poeta.

― ¿Y qué dice Rodolfo?

― Dice que tiene mucho frío y tiene que quemar sus poemas en la chimenea para poder calentarse.

― Oh, pobrecito. Eso sí que es un artista.

― Y esa es Mimí.

― ¿Y que dice?

― Dice que le va a traer leña. Se han cogido de las manos y le dice que las tiene muy frías.

― ¿Acaban juntos?

― Sí, van camino de la buhardilla de ella.

― ¿Ya? Joder con Rodolfo, no pierde el tiempo. ¿Y como acaba?

― Viven muy felices, aunque pobres, hasta que ella enferma justo cuando él está a punto de dejarla por otra.

― No jodas, que cabrón.

― No creas, lo que le pasa es que le pierden los celos. Pero luego vuelve y se queda con ella hasta que muere. Mimí tiene un final muy triste, aunque dime una opera que tenga un final feliz.

― Es verdad, ella tose. Pobrecita Mimí. Se nota que lo quiere mucho.

― ¿Por qué lo dices?

― Le tiembla la voz, es muy tímida. Lo quiere demasiado.

― Sí, creo que sí.

― Qué bonita. Sabes, puedo imaginarme como se cogen de las manos cuando hablan. Quiero ir a verla. No se me olvidará. Nunca he ido a la ópera.

Cuando llegamos al hotel nos recibió un mozo para aparcar nuestro flamante deportivo. No pude evitar mirarlo fijamente, me quedé con su cara por si le ocurría algo al coche. Tuve que contenerme para que no me saliera la vena polinganera. La cogí del brazo y entramos al casino.

― Escucha, ahora vas a ver mucho glamour falso, mucho dinero y cirugía plástica mala pero los dados giran igual para todo el mundo. No lo olvides.

― ¿Esa es la segunda regla?

― Sí, y la tercera y la cuarta. Una por cada carta.

― Ahá, ¿algo más?

― Sí, pero juguemos. Así es como se aprende. Vamos a comprar las fichas. ¿Cómo vamos a jugar?

― ¡A lo grande!

― Eso es. Esa es mi chica.

En las dos primeras manos me mostré cauto. Me cuesta entrar en calor. Pero pronto empezamos a acumular fichas delante nuestra. Cada vez que ganábamos apretaba su muslo contra mi pierna por debajo de la mesa y me miraba a los ojos. Era muy divertido como los demás jugadores la miraban y se distraían del juego. No creí que fuera a resultarme tan útil a mi lado. En una de las manos me la jugué con un trío y ganamos quinientos euros. Casi se muere de la tensión. Cuando mostré mis cartas se le escapó un gemido y se abrazó a mí.

― Tranquila. Quinta regla: evita las muestras de entusiasmo.

― Joder, que guay. Casi me da algo ― se acercó a mi oído izquierdo y me susurró ― estoy tan excitada que te hacía una mamada por debajo de la mesa mientras los desplumas a todos ― Se me escapó la risa y nos miraron todos los de la mesa. Luego le dije por lo bajo:

― En la siguiente mano quiero que mires al viejo calvo de al lado. Está mirándote las piernas. No intentes mirar sus cartas, tú solo coquetea un poco con él. Dile algo simpático. Nos lo vamos a fundir.

― Okey, como mola…

Dicho y hecho. En la siguiente mano el viejo empresario quiso impresionarla con una escalera y se quedó corto. Le trinque el farol por los cojones y lo dejamos listo. Se levantó y se despidió de ella con un, hasta luego señorita. Ella le devolvió una simpática sonrisa. Perder así al menos resulta agradable.

Ella empezó a animarme a subir las apuestas. Había creado una criatura y se me estaba yendo de las manos. Recogí nuestras ganancias y le dije

― Hemos ganado. Anda Mimí, vamos a tomarnos una copa. Descansemos un rato.

― ¿Ahora? ¡Pero si estamos en racha!

― Precisamente, la racha es el peor enemigo del jugador. Toma, déjale propina al chico y vamos al bar. Sexta regla: nunca tientes al destino.

Fuimos al bar y pedimos dos whiskys. Le conté mi siguiente plan.

― Ahora vamos a ir a una mesa privada. Vamos a jugar a lo grande.

― ¿Una mesa privada?

― Sí, las apuestas van al doble y juega la casa. ¿Sabes que es un primo?

―Claro, el viejo de antes era un primo perfecto.

― Un número primo, me refiero.

― ¿Eh? Ah, sí. El siete y esos, ¿no?

― Un número primo es el que sólo es divisible por uno y por sí mismo. Dos, tres, cinco, siete y once.

― Ahá, ¿y?

― Estate atenta cuando veas uno sobre la mesa. Esas cartas las jugaran todos los jugadores y a nosotros solo nos repartirán dos. ¿Lo pillas?

― Creo que sí.

― Estupendo, vamos.

Dejé pasar cuatro o cinco manos mientras me fumaba el puro que me había comprado en el bar. Desde luego lo estaba pasando bien. Recordé las palabras de mi tío, quien me enseñó a jugar en el porche de la playa, se paciente como las arañas, y cuando llegue tu momento no tengas piedad. Y mi momento llegó. Lo había estado esperando. Cuando el crupier ya esperaba que volviera a pasar levanté un poco la mano y dejé sobre la mesa los quinientos euros que teníamos. Ella ni se inmutó, lo estaba haciendo de puta madre.

― Lo que tenemos en la mano es un full, si queremos apostar quinientos euros se pagan diez a uno ― ella asintió como una profesional y miró al frente. Los demás jugadores se acojonaron, todos menos uno. El listo. Teníamos suerte. Un listo es lo mejor que te puede pasar en una mesa de poker. Los listos tienden a creer que el juego es cuestión de inteligencia. Y como ellos son más listos que nadie acabarán ganando. No falla. Nos vio la apuesta y le enseñé mis dos reinas. Se quedó blanco. Blanco, blanco, blanco. Se le atragantó algo en la garganta y se excusó. No me daba nada de lástima.

― Acabamos de ganar diez mil euros. Coge estos cinco mil, ponlos sobre la mesa y mira a la cara al crupier ― ella lo hizo con mucha clase. Estaba metida en el papel. El crupier se giró y le hizo una seña al jefe de planta. El jefe le dio el visto bueno a la apuesta y seguimos jugando. Ahora mandábamos nosotros. La gente empezó a acercarse a nuestra mesa. Todos querían jugar. Cuando alguien se levantaba enseguida ocupaban su asiento. Por mí estupendo. Nos quedaríamos con todos sus ahorros y sus niños pijos no podrían salir el fin de semana siguiente.

Ganamos una par de manos más como la anterior. Teníamos delante nuestra casi veinte mil euros. Me sorprendió como ella mantuvo la sangre fría. Ahora estaba cogiéndolo de verdad. Seguía mirándome a los ojos después de cada mano que ganábamos.

― Ojos de suerte. ¿Sabes como son? Uno de cada color.

― ¿Quieres que me ponga lentillas?

― Ni hablar ― dejaba su mano en mi pierna de vez en cuando para mantenerme constantemente excitado. Éramos la envidia del casino. Vaya dos personajes.

― Mira ahí atrás, ese de las gafas, ¿lo ves?

― Sí.

― Es el director ― el hombre se acercó muy educadamente y dijo sobre la mesa:

― Ultima mano, caballeros.

― ¿Tan pronto? ― le contestó ella.

― Casi es de día, señorita.

Ya solo jugábamos con fichas doradas de mil euros. El crupier volvió a repartir y ahora sí que sí. Ahí estaban. Pude sentir como sus ojos se abrieron de par en par cuando levanté mis dos ases, y como se clavaron en los otros dos que estaban en la mesa. Su pierna se tensó. Nadie más lo noto. Le rocé el pie como cuando estábamos en la cama. Eso siempre la calmaba. Respiró hondo y me miró. Asentí y ella movió todas nuestras fichas hacia la apuesta. Quince mil euros.

― Un amanecer dorado será entonces ― dije mientras mostré a mis dos pequeños. Se oyó un murmullo por toda la sala. Acabábamos de ganar cuatrocientos cincuenta mil euros.

― La casa tiene que retirarse ― dijo el director sensiblemente afectado.

― ¿La casa tiene sueño? ― le dijo ella con la frente muy alta. Menuda zorra.

― En efectivo, billetes grandes, por favor. Se ha hecho tarde ― dije con mi puro en la boca y levantándome de la mesa. La cogí por el brazo y fuimos a cobrar. Estábamos rodeados de gente. Parecíamos dos actores de Hollywood. Ella sonreía a todo el mundo. Estaba en su salsa. Ni siquiera se había acordado de su ex. Entonces la apreté contra mí y le dije:

― Última regla: si vas a ganar a lo grande, hazlo siempre con una chica del brazo.

― Hemos triunfado esta noche. Lo he pasado en grande.

― Te queda de muerte ese vestido.

― Pues espérate a ver lo que llevo debajo. Vas a flipar.


domingo, 15 de marzo de 2009

Rosas Carnívoras

Termino una y empiezo con otra.
No hablo de mujeres, es cosa de letras, idiota.

Saturnino Rey, Los Veteranos


Yo vivía en la Alfalfa y una noche que estaba dibujando, mientras descubría que el azul diluido en cerveza tomaba los brillos justos que andaba buscando, llamaron a la puerta.

Era Ángela, venía del Brujas porque el tipo del que había estado detrás toda la noche se había liado al final con su amiga, Ana. No parecía muy preocupada por el asunto, y mucho menos indignada a pesar de que Ana sabía que a ella le gustaba el tipo. Así que entré en la cocina a por dos cervezas. Cuando volví había encontrado mi rama y ya estaba deshaciendo un buen cogollo. Yo siempre la tenía escondida en una cajita entre los libros de la estantería. Me quedé mirando la cajita, no me lo explicaba. Me senté en el sofá con ella y me contó de otro chico que llevaba toda la semana llamándola. No estaba tan bueno como el otro del bar pero le había gustado por su forma de mirarla. Bueno, la había llamado el jueves para salir un rato pero le dijo que estaba muy liada así que lo dejaron para otro día. Pero lo cierto es que estaba tirada en el sofá viendo una película vieja de Marlon Brando y luego se fue a la cama y se masturbó. Ángela era así. Al parecer lo había conocido el fin de semana anterior pero no le había apetecido quedar con él. Ahora estaba planteándose llamarlo mañana. Ya no le parecía tan malo. Así son las cosas. Nos bebimos las cervezas y volví a la cocina a por otras dos y también nos las bebimos. Intenté preguntarle por su amiga Ana discretamente, yo ya la había visto alguna noche por ahí y me había fijado en ella. Ella no pareció coscarse de mi pregunta y me dijo que tenía que volver al bar a por ella. La había dejado allí un poco tirada, pero claro, no había querido quedarse esperándola mientras ella se relamía del tio bueno. Entonces recordé una frase que había leído en algún sitio que decía: quien soporta que abuses de él, bien te conoce. Luego se fue después de prometerme que me compraría un cuadro.

Cerré la puerta y volví a colocarme delante de mi lienzo azul. Lo miré un buen rato. Lo miré a los ojos mientras me acababa el segundo porro. Intenté averiguar si me decía algo. Hasta le pregunté en voz alta. Pero no parecía tener muchas ganas de charlar conmigo así que me fui a por otra cerveza. Abrí el botellín y la chapa giró en el aire. La atrapé al vuelo. Me quedé mirándola. Me gustaban sus bordes. Pero tampoco me decía nada. La cogí en mi mano y la apreté hasta doblarla por la mitad. Me quedé mirándola otra vez. Me recordó a las plantas carnívoras esas que atrapan insectos entre sus espinas. Una vez estuve en casa de una chica que tenía una de estas plantas. Ella solo la regaba y la planta se encargaba de limpiar la casa de moscas y mosquitos. No volví a quedar con esta chica nunca más. Entonces me acerqué a mi lienzo. Algo le faltaba a la rosa que acababa de dibujar. Cogí pegamento y pegué la chapa doblada al lienzo sobre uno de sus pétalos. Una rosa carnívora, me gusta. Ya tenía un buen título. Entonces volvieron a llamar a la puerta.

Era María Chiara, la novia del italiano con el que estaba enrollada se había presentado en su casa y los había pillado en faena. La chica furiosa le había arañado la cara y zarandeado de los pelos hasta sacarla a la escalera. Le fui a buscar una cerveza pero andaba de lado a lado por el cuarto con la blusa rota por el cuello, no sabía que hacer y estaba muy nerviosa. Fue al baño y tardó un buen rato en salir. Le dije que se sentara en el sofá y se calmara un poco. Cogió el botellín donde estaba mojando mis pinceles de azul y se lo bebió por la mitad. No supe como explicarle lo de mi último descubrimiento en azul-cerveza así que no le dije nada y solo le quité el botellín de delante. Se relajó un poco y empezó a contarme todo lo que había pasado. Las españolas están todas locas, me dijo. No supe que contestarle, desde luego no iba a ser yo quien le dijera que no. Me bebí mi cerveza y luego la suya, la azulada, mientras me contaba. Al parecer era la típica historia: la novia se suponía que volvía el domingo de su viaje pero había adelantado la vuelta para verlo a él. La gente debería saber que aunque ese tipo de sorpresas están muy bien cuando tienes ganas de ver a tu pareja, siempre existe la posibilidad de que la sorpresa te la lleves tú. Chiara hablaba gesticulando como había sido la pelea. Al parecer la chica se fue a por ella sin pensárselo en cuanto entró en el piso. Le dije que tal vez la novia ya se oliera el percal de lo que estaba sucediendo con su chico y aquel regreso inesperado hubiese sido en realidad una trampa. Se quedó mirándome. Lo vio claro. Desde luego habían caído con todo el equipo. Le cité una antigua frase que decía: todo lo que hoy está demostrado, alguna vez fue imaginado. Poco después se fue, no parecía muy decidida.

Cerré la puerta. Volví a mi mierda de cuadro. Ya ni lo miré al pasar por delante camino de la nevera a por otra cerveza. Mierda, no quedaban ya. Mi descubrimiento artístico tendría que esperar a otro día, con todo el riesgo que eso conlleva. Miré encima de la nevera y encontré una botella de escocés por la mitad. La destapé y acerqué mi nariz. Le pegué un buen trago y me la llevé al estudio. Me senté en el suelo de espaldas al lienzo con la botella. No tenía caballete, grapaba los lienzos directamente en la pared del estudio. Pintaba a modo mural. Me gustaba la sensación al pintar contra la pared. Dibujo y grabado a la misma vez. Los profesores de dibujo siempre me lo dijeron, aprietas mucho el lápiz, chaval, y yo no sabía como explicarles que a mí lo que me gusta es apretarla hasta el fondo. Pero en verdad siempre me fue bien en mi época académica por el realismo idealista de mis retratos. Después de tantos años la belleza sigue siendo lo único que me hace abrir bien los ojos. En esto estaba cuando volvieron a llamar a la puerta, pero esta vez me sonó de manera familiar.

Era ella, me dio un beso, entró al salón de dos pasos y levantó la nariz. Parecía una perra olisqueando el aire. No sabía si reírme o pasar de ella. Es lo que tiene estar con una loca. Se giró hacia mí muy tensa y me dijo:

― ¿Dónde está?

― ¿Dónde esta? ¿Dónde está qué?

― ¡¿Dónde está esa zorra?!

¿Qué?

― Puedo olerla hijo de puta. Ha estado aquí. ¿Ha estado aquí verdad?

― Pero de qué estás hablando, aquí no ha …

― ¡Ha estado aquí! ¡Ha estado aquí, hijo de puta! Conozco este olor…

― Espera, deja que te lo explique. A lo mejor es por una amiga que acaba de irse. Venía de estar con un chico y seguramente …

― ¡¡Nooo!! Cabrón hijo de puta, no me creo nada de ti, ¡nada! No me empieces con tus historias, eh. ¡A mí no me vengas con tus historias! ― era inútil así que volví a sentarme en el suelo mientras ella se ponía de puntillas olisqueándolo todo. Se agachó sin acercarse a mí y me cogió de la camiseta y la olió. No parecía contentarse con eso. Así que la dejé pasear su pequeña naricita respingona por el sofá, por las cortinas y hasta por mis pantalones que estaban colgados en una silla desde hacía dos días en busca del rastro femenino. Le pegué otro buen trago al whisky sentado en el suelo y solté un sonoro eructo. Me lanzó una mirada afilada, pude leer en sus ojos. Creía que intentaba disimular el rastro de perfume con el olor del whisky. Luego se sintió un poco decepcionada de su primera intuición. La muy zorra era lista. Siempre me han gustado las mujeres inteligentes. Aunque también me gustan las tontas. Pero no es lo mismo. Ni de coña.

― Me voy.

― ¿Ya te vas? Pero si acabas de llegar y solo has hecho olisquearlo todo de manera acusatoria. ¿Y ahora te vas?

― Sí.

― ¿Y para que has venido? Si puedo saberlo.

― Cosas mías. Adios.

Me dejó allí solo, sentado en el suelo con la botella. Luego abrí el balconcito para ventilar aquello. Entonces otro olor vino a mi fea nariz. Olía a quemado y venía de la calle. Cuando me asomé al balconcito vi como unos niñatos le metían fuego a un contenedor de basura lleno de cartones y muebles viejos. Se reían. Entonces uno de ellos levantó la vista y salieron corriendo. Giré la vista y vi a mi vecina con el teléfono inalámbrico en su balcón. Les gritó que estaba llamando a la policía mientras los chiquillos huían calle abajo. Doblaron una esquina y mi vieja vecina soltó el teléfono. Luego nos quedamos los dos un buen rato mirando el fuego. Era una preciosa llama púrpura de dos o tres metros de alto bailando en mitad de la plaza. Se oían los chasquidos de la madera en combustión. El fuego era hipnotizante. Entonces oí a mi anciana y sabia vecina decir: si al menos los necios persistieran en su necedad se tornarían sabios. Me pareció una frase con bastante sentido.

Volví adentro, y encontré una cerveza por la mitad sobre la mesa. Estaba caliente. Ella la había encontrado detrás del sofá. También se la había llevado a su nariz. Besé la boca de la botella, metí mi pincel, me encendí un cigarrillo, lo dejé en mis labios, agarré el pincel y seguí con lo mío.


jueves, 12 de marzo de 2009

+18

Cuidado con mi lengua que se afila.
Salí de un boli, del corazón de un ser humano.
Yo saco mujeres de un agujero lleno de sacos.
Las invito a mi película en papeles cortos
pero intensos, apariciones estelares.
Ya has conocido mi nombre de pila,
vente conmigo y haremos buenas migas.

Si encuentro un alma a la deriva en la acera
me la llevo a casa, y a unas les va de puta madre
a otras mejor no preguntarles lo que pasa.
Soy un mago, los conejos me tienen rodeado.
No busques drogas, aquí jugamos a los dados.
El mundo gira y se nos queda estrecho en cada vuelta,
dando vueltas por el mundo muy pasadas de tuerca.

Soy un forastero borracho buscando leña en un bar.
Letras son para mayores de edad.
Soy las caderas de una negra en movimiento.
Soy un cani con visera en tu ciudad.
Una mujer saliendo del agua, algo increíble.
Yo soy la mezcla y lo puro,
aquí a mí nadie me da por el culo.
Controlo vuestras mentes, y te miro
y te obligo a pegarte en el coco
hasta que te quedes loco.

Soy lo viejo y lo nuevo,
ese chupito que según bebes, lo potas.
Será mejor que no te escondas,
te meteré mano en el cine.
Soy un francotirador de letras
que provocan, y el mundo se alborota. Lanzo misiles.
Estoy follándome al mundo como si fuera una loca.
Le meto profundo y siento como gime,
le pongo dos cojines, uno bajo el culo y otro en la boca.


domingo, 8 de marzo de 2009

Desde el Campanario II (2ª parte)

Cuando me desperté estaba tumbado boca arriba en la cama. Era casi de noche todavía. Serían las siete de la mañana o cosa así, calculé. Me incorporé solo un poco. Tenía su pierna rodeándome los muslos. No quise despertarla, así que me volví a dejar caer hacia atrás. Estaba atrapado, como siempre. Alargué el brazo y palpé mi paquetillo de lucky en la mesita, saqué uno y me lo chusqué recién despierto en la cama. Ella se movió un poco. Aproveché para intentar quitármela de encima pero en vez de eso cerró más la pierna y me atrapó. Tenía la piel del interior de los muslos muy fina y cálida. No había salida. Me declaré culpable y le acaricié la pierna mientras fumaba con las primeras luces de la mañana. Luego apagué el cigarrillo y tardé cuarenta y cinco segundos en volver a quedarme dormido.

Me volví a despertar boca abajo. Habían pasado unas cuantas horas. Estaba solo en la cama, clavado boca abajo contra el colchón y con la sensación de haber estado aplastado contra él durante un buen rato. Tenía marcas por todo el pecho de las arrugas de las sábanas. Las palpé, tenían un tacto muy extraño. Giré la cabeza y volví a encontrar el paquetillo de lucky en la mesita. Me giré y me di cuenta de que tenía una erección estupenda. Aún después de la larga noche que había tenido la pobre, ahí estaba ella, a primera hora y ya tan insaciable como siempre. Me la estaba palpando cuando la otra ella entró en el cuarto. Venía en braguitas y corriendo descalza y de puntillas sobre el suelo de adobe.

Brrrr, ¡Qué frío está el suelo! Brrr… ― Se metió en la cama de un salto desde la puerta del dormitorio. Levantó las piernas hacia arriba y se quitó las braguitas con una mano mientras con la otra me quitó el cigarrillo de los dedos y le dio dos caladas. Tenía un precioso tatuaje en el culo de una mariposa. La forma de las alas abiertas me recordaba siempre al espacio que quedaba entre sus nalgas. Luego apagó el cigarrillo en el cenicero con una mano mientras con la otra me agarró la polla y en un segundo ya me encontré otra vez atrapado entre sus piernas. Aunque hubiera intentado mostrar algún tipo de resistencia hubiera sido inútil. Era jodidamente rápida. Empezó a besarme por el cuello mientras me susurraba cositas al oído. Estaba diciéndome algo sobre lo que me esperaba cuando me pareció oír de lejos el ruido de la puerta. Estaban llamando, creo. No dije nada. Pensé que alguien habría visto el coche aparcado en la puerta de la casa. Luego ella dijo algo sobre la noche anterior y otra vez me pareció oír un ruido proveniente de la entrada. Pensé: que se vaya al campo el que sea y que vuelva luego. Entonces la cogí por el culo y me la puse encima metiéndosela entre los cachetes del culo cuando la puerta del dormitorio se abrió.

― ¿Chispa?… ― Me giré hacia la puerta y pude ver la cara de mi amigo Rafa y como sus ojos iban desde los míos bajando hasta el tatuaje del culo de ella donde se encontraba tan a gusto mi polla― ¡Huaala, nen! Lo siento ― Cerró la puerta de golpe y pude oír como se reía el muy cabrón desde el pasillo. Ella me miró con los ojos muy abiertos y se bajó de encima mía enrollándose en las sábanas e intentando imaginar hasta donde había visto mi amigo.

― Me cago en la ostia, Rafa.

― Joder, nen, lo siento. He visto tu coche solo y he dicho: voy a despertar a este cabrón, como en los viejos tiempos. ― dijo desde el pasillo.

― Maldito el día en que te enseñé a abrir el postigo de la puerta desde afuera. Me cago en la puta, ¿no sabes llamar?

― Joder, nen ¿cómo coño iba a saber yo que ibas a estar follando? ¡Que pájaro!, si me lo hubieran dicho también hubiera entrado a verlo. ¡No me lo hubiera creído, nen!, jajaja…

― ¿Y este quien es? ¿Cómo ha entrado? ― me preguntó ella enrollada en la sábana mientras se ponía las braguitas de nuevo.

― Nada, es un amigo. No te preocupes, está como una cabra. ¿Has visto mis calzoncillos?

― Yo que sé. Búscalos tú, no te jode. ¡Me ha visto todo el culo!― Encontré unas calzonas viejas de tenis de mi padre y me las puse. Me quedaban bastante chicas. Se me marcaba todo el paquete y se me metían por la raja del culo. Salí al pasillo y me lo encontré sentado en un sillón con esa risa de loco que siempre había tenido. Se levantó de un salto me cogió por los hombros y me dijo al oído:

― ¡Que buen culo te has pillado! Me molan tus calzonas, nen.

A Rafa lo conocí diez años atrás, una noche allí mismo en la discoteca del pueblo. Aquel día se peleo él solo contra otros tres tíos mas grandes y más altos que él. Al parecer se habían pasado de listos con su hermana pequeña. Rafa tenía cuatro hermanas, todas menores que él. Su padre murió cuando él solo tenía dieciocho años. No había acabado el instituto cuando se tuvo que poner a trabajar para sacar la casa adelante. Su madre bebía y de vez en cuando trabajaba limpiando escaleras y poco más. A Rafa no le habían regalado nada en la vida. Todo se lo tuvo que buscar él mismo y conocía muy bien el valor de las cosas. Y también el de las personas.

A los tres paletillos del pueblo de al lado les partió la boca uno a uno en la misma puerta de la discoteca. Yo estaba allí fuera sentado en una fuentecita fumándome un porro y vi como manchaba sus manos de sangre sin inmutarse. Los pobres catetos no se pudieron imaginar que aquel canijo medio loco llevaba desde los catorce años en uno de los mejores gimnasios de boxeo de Barcelona. Cuando acabó con los tres se acercó a la fuente a limpiarse un poco las manos. Me fijé en sus nudillos, tenía callos. Le ofrecí el porro y nos hicimos amigos. Todavía recuerdo como sonaban las ostias que repartió aquella noche. Nunca más lo volví a ver pelear.

― Anda vamos a la cocina. ¿Has desayunado?

― Qué va. En cuanto me han dicho que habías venido al pueblo he subido corriendo a despertarte. He pasado por la tienda y he comprado un pan de esos de kilo. Cómo molan esos panes, nen. Lo he dejado ahí en la cocina para que hagas unas tostadas de esas que tú sabes hacer. Huala, ¡como me alegra de verte!

― La has asustado, capullo.

― Hey, lo siento. Ahora me la presentas, eh. Que culito tiene... No has cambiado nada, tú siempre vas a por los culos.

Rafa se sentó una silla de la cocina mientras puse la cafetera y corté unas buenas rebanadas de pan de pueblo para hacer las tostadas. Yo tenía un tostador de fogón de los antiguos. Eran dos planchas metálicas que se colocaban sobre el fogón de la cocina y las tostadas salían como si las hubieras hecho en el mismo horno de la panadería. Ella entró en la cocina atraída por el olor del tostador.

― Hola ― dijo Rafa.

― Hola ― dijo ella. Se miraron. No dijeron nada. Estaba claro. Se acercó a mí por detrás y me dijo ― Hum, qué bien huele. ¿Qué estás haciendo?

― Tostadas. Siéntate. Tardan un poco pero merece la pena.

― Ya lo creo que lo merecen. Siéntate aquí conmigo y mira al artista, ¿sabías que este hombre sabe hacer las mejores tostadas del sur de …? ― Le dio dos besos y se pusieron a hablar como si se conocieran de toda la vida. Rafa tenía eso que llaman don de gentes. Lo mirabas, se presentaba, y ya te caía bien. Su mirada nunca ocultaba nada. Ni que decir que tal don le había dado gran sabiduría en el campo de las mujeres. De hecho siempre que tenía la ocasión me recordaba aquella vez que me ayudó a perder mi virginidad. Por no hablar de las veces que me invitó a participar en tríos, orgías, bacanales, y un largo etcétera que organizaba en su propia casa. Recuerdo la noche que me convenció de que la mejor manera de esnifar cocaína era colocando las rayas sobre el final de la espalda de una chica a cuatro patas para luego lamer el resto directamente de la piel de la chica. Yo había ido a visitarlo a Barcelona varias veces quedándome temporadas en su casa. Recuerdo que una vez cuando me recogió en el aeropuerto me dijo:

― Chispa, esta semana va a ser la feria.

― ¿Ah, si? No sabía que los catalanes tuvierais feria también.

― Ni puta falta que hace.

En fin, saqué las tostadas y serví el café. Luego tuve que volver a levantarme para hacer otra ronda más de tostadas mientras ellos se reían y se bebían el café metiendo prisa para las tostadas. La verdad es que aquel trasto de tostador era un gran descubrimiento. Cuando me di la vuelta con las tostadas ella ya estaba enseñándole el tatuaje apoyada en la mesa.


domingo, 1 de marzo de 2009

Acto de Fe

Aquel día yo estaba tan tranquilamente sentado en mi silla de dibujo trabajando cuando la oí llegar. Cerró la puerta y pude oír como dejaba sus cosas en la entrada. Se acercó a mí por detrás. Sentí como me agarraba por el respaldo y giró mi silla conmigo encima hasta dejarme de frente a ella. Deslizó su brazo por encima de mi hombro y dobló el flexo de la mesa de dibujo hacia el otro lado de la habitación. Luego simplemente se giró dándome la espalda hacia la luz y abrió la tapa del tocadiscos. Para que os hagáis una idea mejor de lo que ocurrió entonces, lo que empezó a sonar a continuación se parecía bastante a esto: www.youtube.com/watch?v=z9gS404xi7k (pegar en otra ventana y seguir leyendo).


Entonces algo maravilloso sucedió. Sus caderas se mecieron de un lado a otro con los dos primeros acordes combinando violencia y dulzura. Luego todo empezó a moverse rítmicamente en ella. Mi boca debió de abrirse, o mejor dicho caerse. Pero no su culo. Su culo empezó a moverse como por arte de magia. A un lado. Al otro. Y al otro. ¿Cuántos lados había? No lo sé. Infinitos. Se movía irresistiblemente despacio. Suavemente y en constante movimiento. No se muy bien cómo pero mis ojos se clavaron en su culito travieso y ya no se separaron de él ni un segundo. A un lado, y al otro, y a otro más. ¿Esta es la cuarta dimensión, dios mío? Movimiento perpetuo. Perpetua sangre fluyendo por sus piernas arriba y abajo. Entonces se agachó hasta casi rozar el suelo. Y luego se levantó despacio, muy despacio, dejando el culo arriba. Muy arriba. Más de lo imposible. La gravedad solo me afectaba a mí, no podía mover un solo músculo. Tampoco lo intenté, sencillamente no podía. Cuando se giró levemente para mirarme sin darse la vuelta completamente pareció gustarle el efecto que estaba causando en mí. Yo no podía hacer nada absolutamente. Solo mirar. Y vaya si miré. Casi me caigo de espaldas cuando su chaqueta de repente salió volando por el estudio hasta chocar contra algo que hizo ruido. No se contra qué, yo solo miraba y miraba. Luego me dedicó otra fugaz mirada por encima de su hombro mientras sus manos desabrochaban el primer botón de su blusa. Me tenía bajo control. Tragué saliva. Abrí mucho los ojos. Su culo me llamaba sin parar. Me decía mírame, mírame, mírame, … y conseguía despistar mi atención de la blusa. Aquel movimiento de caderas hacía que las líneas de su perfil se plegaran en curvas imposibles en un movimiento armónico indescifrable. Cuando volví a mirarla, a su blusa me refiero, ya estaba abierta. La dejo caer hacia atrás hasta media espalda. Y no llevaba sujetador. Entonces sentí como mi corazón dio todo un bombeo directo hacia mi polla exclusivamente. Tragué saliva. Mi boca debió de abrirse de nuevo para coger aire porque su culo no me dejaba en paz ni un segundo mírame, mírame, … y yo me sentía muy débil. Pero entonces volvió a mirarme a los ojos por encima de su hombro y dejó caer su blusa al suelo.

Entonces la música se aceleró inesperadamente. Eran tambores de guerra. Comenzó a acercarse a mí de espaldas sin mirarme. Recorrí su espalda con mis ojos de abajo a arriba, desde la rajita de su culo que se adivinaba en el borde del pantalón vaquero hasta su nuca. En un solo segundo pude contar todos los pequeñitos lunares que salpicaban su piel siguiendo el brillo de sus curvas bajo la luz de mi flexo. Cuando me pude dar cuenta ya la tenía justo encima. Me buscó estirando sus manos hacia atrás y me encontró justo donde me había dejado. Tuve que echarme hacia atrás para no quemarme. Mis manos no se habían movido de mis muslos, donde estaban apoyadas, hasta que ella misma me las cogió y se las llevó hacia delante rodeando su vientre. Entonces me hizo apretarla por sus pliegues inglinales contra mi cintura con mis propias manos, tal y como yo hacía siempre. Respiré de su nuca y pude sentir como el aire que ascendía acariciando su espalda entraba en mi pecho hasta inundarlo por completo. El dulce oxígeno de este aire entró en mis arterias como un chute de divina heroína . Su culo se acopló contra mi cintura con la precisión de un tente. Y presionó. Presionó más aún. Se me nubló la vista y mis dientes se apretaron. En mis manos sentí una suavidad peligrosamente caliente. Y la presión aumentaba cada vez más. No pude resistir. No pude evitarlo. Me sorprendí dándole un suave mordisco por encima de su hombro derecho. Me acarició la cara y de nuevo me sentí manso como un cachorrito de león. Inofensivo. Luego sus manos guiaron a las mías hacia arriba por su pecho muy lentamente y entonces vi a dios. Cerré los ojos y le vi. Estaba en el cielo riéndose y me dijo: “¿Qué pasa ahora contigo, membrillo? ¿Crees o no crees en el cielo?” Y yo le contesté con el más sincero que he dicho en mi vida. Le dije: ¡Síí! …