miércoles, 21 de enero de 2009

Canibalismo Deportivo (Decadencia y Caída de Charles Bukowski)

Aquel lunes por la noche cuando llegué al Masi sólo estaba el dueño del bar, Castillo. Entré y lo saludé, estaba viendo la tele desde la barra. Estar en un bar un lunes por la noche únicamente con el dueño del bar es como estar en ninguna parte (incluso estar un martes por la noche es como estar en ninguna parte; pero más todavía un lunes). Castillo bebía de algo que tenía debajo de la barra frente a mí, que estaba sentado en un taburete de espaldas a la tele. Para la basura procedente de la tele que ya me entraba por los oídos prefería tener mis ojos cómodamente posados sobre la espuma de la refrescante cerveza.

—Tengo que contarte una cosa, Castelo —le dije.

—Cuenta—dijo Castillo.

—Bueno, la otra noche me llamó por teléfono un tío con el que estudié en el Luca. Le llamábamos el Negro. Me contó que se había quedado sin trabajo, por la cocaína, y se acababa de enrollar con una chavalita italiana de erasmus que trabaja de enfermera aquí en la Macarena y le mantiene. No me gustan demasiado esos tíos... pero ya sabes cómo es la gente, se cuelgan de ti.

—Sí —dijo Castillo mirando la tele.

—Pues el caso es que me llamó al móvil, que por cierto no sé como habrá conseguido mi número... oye, cervezéame. Esta mierda ya sabe a rayos.

—Vale, pero basta con que te la bebas un poco más deprisa. Al cabo de una hora, claro, empieza a perder cuerpo.

—Bueno... me dijeron que habían resuelto el problema de la carne... y yo pensé: «¿Qué problema de la carne?» El caso es que me dijo que a ver si me pasaba por su piso para verle y charlar de los tiempos del instituto. Yo no tenía nada que hacer, así que fui. Cuando llegué el Negro puso la tele y nos sentamos a verla. Estaban poniendo los juegos olímpicos. Recuerdo que nos reímos de un corredor de Corea o algún país de por allí que se llamaba Koji-Ito. Cojito, ¿lo pillas? Bueno pues Enrica, así se llama la enfermera italiana, estaba en la cocina preparando una ensalada y yo había llevado un par de cajas de botellines. Yo digo: oye, Negro, abre unos botellines, se está de puta madre aquí viendo a los tíos estos sudar con el aire acondicionado puesto aquí. Bueno, se estaba cómodo. Parecía como si hubiesen tenido una discusión un par de días atrás y las relaciones estuvieran otra vez tranquilas. El Negro dijo algo sobre Zapatero y algo sobre el paro, pero yo no tenía nada que decir; todo eso me aburre. Sabes, a mí me importa un carajo que el país esté o no esté podrido, mientras a mí me vaya bien.

—Y a mí igual—dijo Castillo, sacando el vaso de debajo de la barra y echando un buen trago.

—Pues bien, ella sale de la cocina, se sienta y se bebe su cerveza. Enrica. La enfermera. Se puso a explicar que todos los médicos tratan a los pacientes como borregos. Que todos los putos doctores van a lo suyo y nada más. Creen que su mierda no apesta. Ella prefería tener al Negro que a un médico. Una estupidez, ¿no?

—No conozco al Negro, no me suena —dijo Castillo.

—En fin, luego nos pusimos a jugar a las cartas y, al cabo de unas manos, el Negro me dijo: «Sabes, la tía esta es muy rara. Le gusta que haya alguien mirando mientras lo hacemos. » «Así es —dijo la italiana—, eso es lo que más me estimula. » Estimula dice la tía guarra. Y el Negro va y dice: «Pero es tan difícil encontrar a alguien que mire. En principio parece muy fácil conseguir alguien que mire, pero es dificilísimo. » Yo no dije nada. Pedí dos cartas y puse una moneda de diez céntimos. Entonces ella dejó caer las cartas y el Negro dejó caer las cartas y los dos se levantaron. Y va ella y empieza a andar hacia el otro lado de la habitación. Y el Negro detrás... «¡Eres una puta, una maldita putana! » dice él. Aquel tío, llamándole puta a su chica. «¡So puta! « gritaba. Y la arrincona en un extremo del cuarto y le atiza un par de sopapos, le rasga la blusa. «¡So puta, putana. Porca putana! » grita él de nuevo, y le da otros dos sopapos y la tira al suelo. Luego le rasga la falda y ella patalea y chilla. El la levanta y la besa, luego la lanza sobre el sofá. Se le echa encima, besándola y rasgándole la ropa. Luego le quita las bragas y se pone a darle al asunto. Mientras está dándole, ella mira desde abajo para ver si les miro. Ve que sí y empieza a retorcerse como una serpiente enloquecida. Así que se lanzan al asunto hasta el final. Después, ella se levanta, se va al cuarto de baño, y el Negro a la cocina a por más cervezas. «Gracias —dice cuando regresa—; ayudaste mucho. »

—¿Y luego qué pasó?- —preguntó Castillo apagando la tele del bar.

—Bueno, por fin los jamaicanos ganaron la carrera de 100 metros, y había mucho ruido en la tele y ella sale del baño y se va a la cocina.

El Negro empieza otra vez con lo de Zapatero. Dice que Felipe fue el principio de la decadencia y caída del país. Todo el mundo es codicioso y decadente; la corrupción está por todas partes. Y sigue un buen rato con el mismo rollo.

Luego, Enrica nos llama a la cocina, donde está puesta la mesa, y nos sentamos. La comida huele bien: un asado adornado con rodajas de piña. Parece una pierna entera, tiene un hueso que parece casi el de una rodilla. «Negro —le digo—, esto parece una pierna humana de la rodilla para arriba. » «Eso es —dice el Negro—. Eso es exactamente lo que es. »

—¿Dijo eso? —preguntó Castillo, tomando un trago del vaso que tenía bajo la barra.

—Sí —contesté—, y cuando oyes una cosa así, no sabes exactamente qué pensar. ¿Qué habrías pensado ?

—Yo habría pensado que estaba de coña —dijo Castillo.

—Claro. Así que dije: «Estupendo, córtame una buena tajada.» Y eso fue exactamente lo que el Negro hizo. Había también puré de papas y salsa, pan caliente y ensalada. En la ensalada había aceitunas rellenas de lata. Y el Negro dijo: «Ponle a la carne un poco de esa mostaza picante, ya verás qué bien le va.» En fin, le eché un poco. La carne no estaba mala. «Oye, Negro —le dije—, ¿sabes que no está nada mal? ¿Qué es?» «Lo que te dije, Popi —me contesta—, una pierna humana, la parte de arriba, el muslo. Es de un gitanito de catorce años que encontramos haciendo auto-stop en Torreblanca. Le recogimos, le dimos de comer y estuvo tres o cuatro días viéndonos a Enrica y a mí hacerlo; luego nos cansamos de aquello, así que lo degollamos, le limpiamos las tripas, las echamos a la basura y le metimos en el congelador. Es muchísimo mejor que el pollo, aunque en realidad a mí me gusta más la ternera.»

—¿Dijo eso? —preguntó Castillo, sacando otra vez el vaso de debajo de la barra.

—Eso dijo —contesté— cervezéame Mou.

Castillo me puso otra cerveza. Le dije:

—En fin, yo seguía pensando que todo era coña, ¿comprendes? Así que dije: «Está bien, déjame ver el congelador.» Y el Negro va y me dice: «Bueno... Ven», y abre la puerta del congelador y allí dentro estaba el torso, pierna y media, dos brazos y la cabeza. Troceado así, como te digo. Todo parecía muy higiénico, pero, la verdad, a mí no me pareció del todo bien. La cabeza nos miraba, aquellos ojos negros abiertos, la lengua colgando... estaba congelada hasta el labio inferior. «Dios mío, Negro —le digo—. Eres un criminal..., ¡esto es increíble, esto es repugnante! » «Espabila —me dice—, ellos matan a millones de personas en las guerras y se reparten medallas por ello. La mitad de la gente de este mundo se está muriendo de hambre mientras nosotros estamos sentados viéndolo por la tele. » Te aseguro, Castelo, que a mí empezaron a darme vueltas las paredes y no podía dejar de mirar aquella cabeza, aquellos brazos, aquella pierna troceada... Una cosa asesinada está tan callada, tan quieta; es como si pensases que una cosa asesinada debería estar chillando, no sé. En fin, lo cierto es que me acerqué al fregadero y poté. Estuve vomitando mucho rato. Luego, le dije al Negro que tenía que largarme. ¿No habrías querido tú largarte de allí, Castelo?

—Rápidamente —dijo Castillo—. A toda leche.

—Bueno, pues el caso es que va el Negro y se planta delante de la puerta y me dice: «Escucha..., no fue un asesinato. Nada es un asesinato. Lo único que hay que hacer es pasar de las ideas con que nos han cargado y te conviertes en un hombre libre..., libre, ¿entiendes?» «Quítate de delante de la puerta, Negro... ¡Déjame salir de aquí! » Va y me agarra por la camisa y empieza a rasgármela... Le pegué una ostia en toda la cara, pero seguía rasgándome la camisa. Le endiño otra vez, y otra, pero era como si el cabrón no sintiera nada. Los jamaicanos seguían corriendo en la tele. Me aparté de la puerta y entonces la italiana llega corriendo, me agarra y empieza a besarme. No sabía qué hacer, tío. Es una tía corpulenta. Conoce muy bien todos esos trucos de las enfermeras. Intenté quitármela de encima, pero no pude. Noté su boca en la mía, estaba tan loca como él. Empecé a empalmarme, no podía evitarlo. De cara no es muy atractiva, pero tiene unas piernas y un culo de primera y llevaba un vestido ceñidísimo. Sabía a cebollas hervidas y tenía la lengua gorda y llena de saliva; pero se había cambiado, se había puesto aquel vestido verde y al alzárselo vi las braguitas rosa y eso me enloqueció y miré, y el Negro tenía la polla fuera y estaba mirando. La eché sobre el sofá y empezamos en seguida el asunto, con el Negro allí pegado, jadeando. Lo hicimos los tres juntos, un verdadero trío, luego me levanté y empecé a arreglarme la ropa. Entré en el baño, me remojé la cara, me peiné y salí. Y al salir, allí estaban los dos sentados en el sofá viendo el atletismo. El Negro tenía una cerveza abierta para mí, así que me senté, me la bebí y me fumé un cigarrillo. Y eso fue todo.

Me levanté y dije que me iba. Los dos dijeron: "Adiós, que te vaya bien", y el Negro me dijo que les hiciese una visita de vez en cuando. Entonces me encontré fuera del piso, ya en la calle, y luego en el coche, alejándome de allí. Y eso fue todo.

—¿Y no fuiste a la policía? —preguntó Castillo.

—Bueno, sabes qué, Castelo, es complicado..., en realidad, fue como si me adoptasen en la familia. Fueron sinceros conmigo, no quisieron ocultarme nada.

—Pues, tal como yo lo veo, eres cómplice de un asesinato.

—Mira, tío, lo que yo pensé fue que esa gente, en realidad, no me acababa de parecer mala gente. He conocido gente que me cae muchísimo peor y a la que detesto muchísimo más, y que nunca ha matado a nadie. No sé, en realidad, es desconcertante. Incluso pienso en aquel gitanito del congelador como si fuera una especie de conejo grande congelado...

Castillo sacó la escopeta que escondía de debajo de la barra y me apuntó con ella.

—Está bien —dijo—, vas a quedarte ahí congelado mientras llamo a la policía.

—Mira, Castelo..., tú no tienes por qué decidir en este asunto.

¿Cómo que no? ¡Soy un ciudadano! No puedo permitir que gilipollas como tú y locos como tus amigos anden por ahí congelando gente. ¡El próximo podría ser yo!

—¡Escucha, Castelo, escúchame! Cálmate un momento. Óyeme lo que te digo...

—¡Está bien. Qué!

—Es un cuento.

—¿Quieres decir que lo que me contaste es mentira?

—Sí, tío, era un cuento. Una historia. Una broma, hombre. Te lié. Ahora, guarda esa escopeta y vamos a tomarnos un whisky cada uno. Anda, pon unos leñazos.

—Lo que me contaste no era mentira.

—Te he dicho que sí, joder.

—No, no era mentira... Diste demasiados detalles. Nadie cuenta una mentira así. No era una broma, no. Nadie gasta esas bromas.

—Te aseguro que es mentira, Castelo. Es una historia. Te lo juro.

—¡No!, no puedo creerte.

Castillo se inclinó hacia la izquierda para acercarse hasta el teléfono. El teléfono estaba allí, bajo la barra. Cuando Castillo se inclinó hacia abajo, agarré el botellín de cerveza y le atizé con el en toda la cara. Castillo soltó la escopeta y se llevó la mano a la cara sangrando y entonces salté sobre la barra y volví a atizarle, ahora detrás de una oreja, y Castillo se desplomó. Luego cogí la escopeta, apunté cuidadosamente, apreté el gatillo una vez, luego metí la escopeta en una bolsa de basura, salté la barra, enfilé hacia la entrada y salí a la calle. Tenía el coche en doble fila justo en la puerta del bar. Subí al coche y me piré de allí cagando leches.

La Dame du cinéma

Fue en los cines del centro comercial Alcampo, en la Ronda del Tamarguillo, antes de que los cerraran por falta de público. Había ido una vez antes de aquel día y solo me pareció ver a cuatro o cinco personas en toda la sala. Era el típico centro comercial con tiendas de ropa, complementos, cafeterías e incluso un Pryca en la planta baja. Nadie solía ir allí al cine porque cerca estaba el multicine los Arcos que ofrecía una oferta más variada de películas. Por otro lado nadie nos conocía por esa zona. Esa fue la única razón por la que una hora antes me había llamado ella para vernos directamente allí, sacar las entradas y tomarnos una copa antes de entrar a ver la película. La encontré esperándome en el bar sentada en una mesa con las piernas cruzadas y un vestido negro muy apetecible. Cuando nos levantamos de allí para ir al cine y me preguntó que si estaba listo para ver la película ya supe que tenía uno de sus jueguecitos preparado para aquella tarde.

Era el pase de las ocho de la tarde de un jueves. Todo el mundo estaba de compras. Teníamos dos entradas para la película menos comercial de la cartelera. Una francesa en versión original cuyo título no recuerdo ahora. Cuando entramos en la sala, justo antes de empezar la película solo había dos personas sentadas a mitad de la sala en la parte izquierda. Con la mirada me indicó que entrara en la última fila de la derecha hasta el penúltimo asiento. Aquella cita había sido idea de ella así que obedecí sin rechistar. Así que nos sentamos al final de la fila. Entró otra pareja más en la sala y se sentaron a más o menos la mitad de la sala en la parte derecha. Habían pasado por la puerta y ni siquiera nos habían visto. Habíamos escogido un buen escondite para aquel juego. Esperamos pacientemente hasta que la luz bajó gradualmente, poco a poco, hasta hacerse la oscuridad en toda la sala.

Solo se veía la lucecita de la puerta de emergencia. Comenzaron los títulos de la película. En mitad de la oscuridad entró otra pareja cogida de la mano y se sentaron a mitad de la sala en el lado izquierdo. La chica al sentarse se giró hacia atrás y distinguió nuestras siluetas al fondo. Fue la única persona que se percató de nosotros pero no prestó mucha atención y se sentó al lado de su pareja. La película empezó.

Iba de una pareja que estaba discutiendo, en francés por supuesto. Ella estaba enfadada con él porque había llegado algo borracho. Ella también se había bebido media botella de vino tinto durante la cena. Hablaban de que estar un poco aburridos el uno del otro. Proponían darse un tiempo, hacer una pausa en su relación. El estaba de acuerdo. Resignado aceptó. Esa noche dormiría en un hotel. A los pocos días conoció a una chica joven que resultó ser muy simpática. El se percató de que le gustaba a la chica. La invitó a salir y ella aceptó ilusionada, se le veía en los ojos. En ese momento sentí su mano derecha rozar suavemente la mía en el brazo de la butaca. Yo no aparté la mano, al contrario, correspondí a su leve caricia con otra, en respuesta a la suya. Su hombro se pegó al mío. Nuestros brazos estaban juntos. La miré. Sonreímos. Seguimos mirando la película sin hacerle mucho caso.

Como era previsible la chica se enamoró del hombre en la primera cita. Estaba deseando que la volviera a invitar a salir. Se encontraron de nuevo. El la llevó a cenar y ella aceptó sensiblemente emocionada. Estaban cenando en un restaurante, una cena visiblemente romántica. El hombre tenía clase, se mostraba caballeroso. La hacía reír fácilmente. Sin saberlo ninguno de los dos la ex mujer del hombre entró al bar del restaurante con un amigo. Su amigo nada mas sentarse se fijó en él pero no sabía como decirle lo que estaba viendo a su amiga. Se lo acabó señalando discretamente y la ex mujer con ojos incrédulos asistió al cortejo de la joven por parte de su marido en una cena como la que ya hacía mucho tiempo que no la llevaba a ella. Furiosa, salió del restaurante corriendo con su amigo siguiéndole detrás. El, despreocupado, cogió de la mano a la chica y le propuso ir a su casa a tomar una copa. Ella nerviosa aceptó y se ruborizó intentando disimularlo. Salieron del restaurante paseando juntos. En ese mismo momento sentí su mano apretar la mía y oí su voz en mi oído izquierdo susurrarme:

- Ve al servicio y tráeme tu ropa interior.

La miré sorprendido. Ella no apartó la vista de la película así que me levanté y salí de la sala. A los tres minutos volví a entrar y me senté a su lado derecho. Me miró expectante, metí la mano en el bolsillo derecho de mi pantalón, saqué mis calzoncillos negros y se los di. Los metió en su bolso. Entonces me pidió mi jersey y lo puso sobre el brazo izquierdo de su butaca a modo de cojín. Se separó de mí y se echó sobre el otro lado de su butaca apoyando su espalda en mi jersey. Levantó sus finísimas piernas y las puso encima de las mías. Se quedó prácticamente de lado mirando a la pared. Yo podía ver el resto de la sala. Cogí sus piernas con cuidado y las puse sobre mis muslos en una postura cómoda para los dos. Acaricié sus piernas. Sus zapatos. Sus tacones. Lentamente. Entonces ella movió sus pies en señal de que la descalzara. Lo hice despacio. Cogí su pie en mi mano y solté su zapato en el asiento de mi derecha pegado a la pared del cine. Luego el otro. Recogí sus pies en mis manos pasando mis dedos por ellos con cuidado de no hacerle cosquillas. Los acaricié. Por la planta primero, la piel allí era finísima. Luego por sus deditos. Suavemente, presionando con las yemas de mis dedos, sentí como se relajaba profundamente. Me gustaba abarcar al máximo sus pies con mis manos, intentando agarrarlos todo lo que podía. Siempre tengo las manos calientes. Mis dedos se mostraban hábiles. No era la primera vez que lo hacían. La miré y sus ojos me dijeron que lo estaba haciendo bien con una sonrisa morbosa. Podía llegar a sentir mis dedos por todo su cuerpo, noté como lo imaginaba. Acomodó sus piernas sobre mí sintiéndose muy relajada. Entonces pasé el borde de una de mis uñas desde el talón hasta el final de la planta con suave roce que hizo que se estremeciera de cosquillas. Me dio una patadita con el otro pie y se le escapó una risita tonta que contuvo rápidamente. Le abrí de nuevo el pie dulcemente mientras la película seguía su curso.

El hombre estaba sentado en el sofá de su casa con la chica. Estaban un poco bebidos, a ella se le nota más que a el. Ella se reía nerviosamente de sus palabras. En un momento de silencio en la conversación se miraron fijamente y él muy lentamente acercó su boca a la de ella que recogió su beso con una excitante timidez que se convirtió en pasión desenfrenada en escasos segundos. Se aferraron el uno al otro, se besaban apasionadamente mientras sus cuerpos se inclinaron lentamente perdiéndose tras el respaldo del sofá fuera del plano de la cámara. En ese momento su pie derecho se alzó levemente levantando mi mano con él mientras con un gesto me indicó lo que tenía que hacer.

Llevé su pie a mi boca y lo besé suavemente en el empeine repetidamente variando tan solo milímetro a milímetro cada beso y acercándose cada vez más a sus dedos. Mis besos llegaron a ellos besándolos uno por uno, primero por arriba y luego por la punta haciendo que se movieran sin querer al sentir mis labios sobre ellos. Me entretuve en el dedo pulgar con un par de besos de más. La miré a los ojos y asintió con su mirada. Era el permiso que necesitaba. Abrí la boca y lamí su dedo tan solo con la punta de mi lengua. Cerró los ojos. Su pecho se levantó. Pude ver sus pezones marcados en el vestido descaradamente. Entonces se cogió las tetas y se las apretó intensamente. Sus dedos empezaban a estar húmedos por mi saliva. Mi lengua se deslizaba entre ellos con suma facilidad. Con cuidado separé uno de sus dedos y lo metí lentamente en mi boca. Se lo chupé con muchísimo deseo lamiéndolo dentro. Luego hice lo mismo con cada uno de los otros dedos. Mi enorme paciencia la sorprendía. Alzó su otro pie en señal de que hiciera el mismo ritual mientras sus ojos semicerrados de placer se fijaban en mi cara y mi boca en todo momento.

El hombre y la chica de la película estaban en la cama entrelazados, desnudándose el uno al otro con mucho deseo. Se besaban, se abrazaban, y hacían el amor con él encima de ella suavemente. Las uñas de ella recorrían su espalda intentando aferrarse tanto como le era posible mientras sus embestidas se hacían cada vez más fuertes y seguidas. Su pie derecho se separó de mi boca y acarició la enorme erección que tenía bajo el pantalón. Con una señal me indicó que me bajara el pantalón. Yo obedecí sin levantarme del asiento y mi pene erecto se tensó como un mástil al sentir el tacto de su pie húmedo por mi saliva acariciándolo muy levemente. La chica de la película gemía una y otra vez ante cada una de las embestidas de su amante.

Recogió mi polla en sus pies y la apretó tan fuertemente como le fue posible. Me aferré con mis manos a los brazos de la butaca clavándole mis uñas tanto que casi levanté el tapizado. Con su talón y su empeine apretaba y acariciaba alternativamente. Mi espalda se tensó, mis ojos se cerraron solos, mis dientes se apretaron lo imposible cuando en ese momento uno de sus pies se levantó por encima de mi cabeza, me la abrazó y me empujó sutilmente hacia el suelo de la sala entre los asientos con la parte interna del tobillo.

La chica de la película llegó intensamente a su primer orgasmo quedando exhausta. Pero unos segundos después se acopló ágilmente encima de él con un gesto en su inocente cara que no habíamos visto en toda la película. Sus ojos parecían llenos de vicio. Comenzó a moverse muy dulcemente sobre el vientre de su amante mientras le acariciaba el pecho y la cara.

Me metió entre sus piernas. Tenía una apoyada en el asiento y la otra abierta con el pie apoyado entre las dos butacas de delante. Recorrí toda su pantorrilla con mi lengua deteniéndome en la parte de atrás de las rodillas donde le di un beso con lengua en su piel finísima y sentí como se contraían sus muslos ligeramente entre abiertos. Hice lo mismo con la otra pierna en esa parte tan sensible. En ese momento me agarró fuertemente de la coleta tirando hacia arriba de mi cabeza por la cara interna de sus muslos haciendo que mi lengua recorriera cada centímetro de sus muslos. Sus dedos se aferraban entre mis rizos y al llegar justo cerca de sus ingles tiró de mi pelo hacia atrás bruscamente doblando mi cuello al máximo. Se acomodó en el borde de la butaca abriéndose bien de piernas y me alzó nuevamente del pelo entre sus muslos hasta dejar mi cara apoyada sobre su vientre que oscilaba arriba y abajo con su respiración. Entonces sentí intensamente el calor indescriptible que desprendía su sexo en mi cuello. Todo su coño ardía literalmente en mi garganta, tenía un infierno entre los muslos. Sus piernas se cerraron entorno a mi cuello inmovilizándome así mientras me acariciaba dulcemente la cara con sus ojos brillantes clavados en los míos.

La chica de la película se movía como una verdadera serpiente sobre el sexo de su amante mientras su espalda se tensaba sin parar mirando al techo. Se agarraba las tetas con ambas manos. Luego cogió las manos de él y se las cogió con las suyas sin parar de moverse. De repente lanzó un gemido mucho más profundo y una corriente eléctrica atravesó su médula espinal desde abajo hasta arriba y de vuelta a abajo. Inmediatamente después su cuerpo se desplomó sobre el pecho de su amante aún temblando de la descarga recibida. Luego entre suspiros me pareció entender que dijo:

-Oh, mon dieu, je me suis poussé comme une chienne…

domingo, 18 de enero de 2009

Sobre Ruedas

Era verano, seis de la tarde, cuarenta grados. Había que joderse. Juan y Mani entraron en el bar de una patada en la puerta. Iban en chanclas y pantalones cortos. Juan llevaba una camisa surfera de colores por fuera con un estampado muy hortera y abierta por el pecho. Mani llevaba una gorra de camuflaje y una camiseta amarilla adidas de los ´70 muy ajustada que le marcaba toda la barriga. Se sentaron en los taburetes y pidieron dos botellines de coronita mientras Juan apagaba el porro en el cenicero de la barra echando el humo bien arriba y llenando el local de un suave aroma a hachís. Nando el camarero habitual no estaba allí. En su lugar estaba trabajando un tipo que parecía del este. No les quitaba la vista de encima pero tampoco les dijo nada. Por su manera de entrar parecían asiduos al local. Se quitaron las gafas de sol a la vez y las dejaron sobre la barra. Venían discutiendo. Sobretodo Mani, que siempre hablaba muy alto por lo general. Juan al contrario era un tipo muy tranquilo, muy difícil de hacer enfadar. Sin embargo esta vez parecía venir bastante quemado.

- Vamos a ver si me he enterado bien. O sea tú dices que …
- Joder no empieces otra vez, Mani. Olvídalo ya, tío. No me ralles más. Al carajo.
- ¡Callate, escuchame!
- Ya te lo he contado, joder no puedo hacer nada. Me tienen el ojo echao. No puedo mover ni un dedo. Joder si hasta he tenido que esconder el coche y llamarte a ti para que me recogieras. Esos hijos de puta… Vete tú a saber a donde coño estarán ahora.
- Espera un momento. Vamos a ver la situación. Cálmate.
- Que me calme dice, llevas todo el camino dándome la paliza con esta mierda.
- Hey, cálmate tío. Vamos a verlo de otro modo. Vamos a analizar la situación. ¿Vale?
- Vale. – Dijo Juan suspirando.
- Porque hay que ver la situación con perspectiva,– Mani se levantó la visera de la gorra mientras dijo esto – con persperctiva ¿Entiendes?
- Que sí, pesao.
- Vamos a analizar la situación. Corrígeme si me equivoco, ¿vale?
- Hay que joderse. Que sí, que vale. A ver que cojones se te ocurre ahora. – Juan se encendió un cigarro.

El camarero fregaba los vasos del bar mirándolos de reojo y poniendo la oreja. Siempre se traían algo entre manos estos dos. Mani puso los dos codos sobre la barra y juntó las manos en el aire en un gesto de concentración. A Mani le gustaba analizar las situaciones antes de tomar las decisiones. Le gustaba cuadrar las cosas.

- Esos tíos llegaron al taller y se bajaron del coche ¿Cierto?
- Cierto, sí.
- Y luego preguntaron por ti.
- Sí, le preguntaron al Pepe por mí y les dijo que estaba dentro del taller, en el despacho. Si los hubiera visto entrar yo les hubiera dado largas pero el Pepe no se entera de nada. Tenían pinta de maderos o de algo chungo así. Yo los hubiera mareado y se hubieran ido de allí.
- Eso lo dudo bastante, tío. Esa gente sabía a donde iban. Si conocían tu nombre alguien de por allí les habría dicho que eras tú y que era ése el taller.
- Es posible.
- Bueno, o sea que entraron en el despacho y ¿qué fue exactamente lo que te dijeron?
- Me dijeron buenos días, no te jode. Me preguntaron si era yo y luego me dijeron que estaban interesados en un coche de alta gama.
- ¿Especificaron qué coche? ¿Qué modelo? ¿Alguna marca?
- No joder, no querían eso. Yo les dije que nosotros no vendíamos coches pero que si estaban interesados en comprar un coche de segunda mano podría decirles a donde ir.
- ¿Y luego que paso?
- Pues se quedaron así mirándose y se sentaron en las sillas sin yo decirle nada. Yo sabía que eran chungos nada más que por las pintas pero cuando se sentaron me dije, joder, verás tú ahora. Entonces sacaron una carpeta, un álbum de fotos de coches. Todos de gama alta. Me dijeron que estaban un buscando un coche de ese estilo.
- Entonces si sabían que modelos estaban buscando.
- Que no, ostias. En las fotos salían coches de muchos tipos. Había deportivos, rancheras, mercedes, coupés, yo que sé, de todos tipos. No tenían nada que ver unos con otros. Pero todos eran pepinos.
- Ahá.
- Entonces fue cuando me di cuenta.
- ¿De qué?
- De lo que iban buscando, joder. De a quién iban buscando. – Juan remarcó ese quién.
- Al Iraní.
- Sí, al Iraní. Me di cuenta porque reconocí el BMW M3 blanco que le vendimos al gitano aquel hace ya un año. Un año tío. Me acuerdo de ese coche, era la ostia. Lo cogí dos o tres veces. Y los hijos de puta tenían las fotos del coche con la matrícula suya. No la que le puso el Iraní, no, la suya, la alemana.
- Un año, eh. ¿Cuánto lleva el Iraní en eso?
- Buaf, pues desde que llegó aquí el hijoputa.
- O sea..
- Pues cuatro años por lo menos.
- Joder.
- Ya te digo. Y no solo ése. También reconocí un Maseratti, un par de Mercedes, dos o tres Audis, y yo que sé cuantos Volkswagen. Esos hijos de puta tenían un álbum lleno de coches robados, rematriculados y con el número de chasis cambiado. Parecía que fueran de la interpol o de la mafia o alguna movida de esas, tío.
- ¿Y luego que paso?
- ¿Luego? Joder, luego vino lo bueno. Luego me enseñaron una foto del Paco, el del polígono norte. Ese que es muy chulo pero que luego es un capullo.
- Ese tío es un capullo.
- Vaya que si lo es. Bueno pues lo habían cogido al capullo. Me preguntaron si lo conocía de algo. Les dije que no. Le habían hecho una foto y salía en el suelo de su taller con la cabeza partida en dos y el suelo estaba lleno de cristales, de las lunas de los coches seguro.
- Ahí es donde han dado contigo ¿Pero como?
- Pues mirando en la agenda, joder. Habrán apuntado todos los talleres con los que tendría alguna relación y ahora están como sabuesos husmeando en la mitad de los talleres de la ciudad. Eso es lo bueno del Iraní. Se conoce a todo el gremio. Así les será más difícil relacionarme con él. Y si lo hicieran tendrían que hacerlo con cuarenta o más. Eso los distraerá.
- Joder, menudo panorama. Será mejor que te pierdas un tiempo. Vete a Conil o algo de eso.
- Eso mismo voy a hacer esta noche cuando llegue Tere. Oye vámonos de aquí. Tengo que llamar a un viaje de gente antes de apagar el móvil y quitarme de en medio.
- Si venga, vámonos. Yo invito.

Se levantaron los dos de la barra y el camarero los siguió con la mirada hasta que salieron del bar. Luego se dio la vuelta y cogió el teléfono. Esperó la contestación y luego dijo:

- Soy yo. Acaban de salir del bar. Van a casa del mecánico. – Y colgó.

miércoles, 14 de enero de 2009

La Profesional

Berlín, Domingo 10:00 de la mañana. Puerta de Brandemburgo. A escasos cien metros, en el número 77 de la avenida Unter den Linden, se encuentra el histórico hotel Adlon Kempinski. Seguramente conocerán de vista el hotel ya que su vistosa cubierta revestida de zinc color turquesa suele aparecer mucho en las postales como fondo urbano cerrando la esquina sureste de la Pariser Platz. La famosa cubierta de cinc hace un contraste cromático muy alemán con la fachada enfoscada en color malva. La sexta y última planta del edificio se encuentra metida en la misma cubierta quedando las ventanas de las habitaciones de esta planta como buhardillas, de las cuales ocho se abren a la plaza y quince a la avenida, dada la planta del edificio en forma de ele. De las ocho que se abren a la plaza las tres centrales pertenecen a una misma habitación ya que en realidad solo es una ventana principal con dos pequeñas ventanitas a ambos lados. Esta configuración de las ventanas se debe a la composición de la fachada del edificio la cual significa de esta manera en alzado el eje este-oeste de la planta del mismo. Esta singular habitación es la número 645.

La ventana principal de la habitación cuenta con un pequeño banco con varios cojines bajo la misma de modo que es posible sentarse en el mismo alfeizar de la ventana a modo de pequeño sofá con vistas. La ventana estaba abierta y desde la plaza podía distinguirse una delgada figura femenina que estaba sentada contra uno de los lados de la ventana con las piernas dobladas y los pies subidos al banco. La chica estaba fumando un cigarrillo mientras contemplaba de lado el ajetreo de turistas que intermitentemente llegaban a la plaza, se hacían fotos con la puerta de Brandemburgo de fondo y pocos minutos más tarde se iban dando un paseo. Allí tampoco había mucho más que hacer. La chica de la ventana tiró despreocupada la colilla aún encendida a la plaza, bajó del banco y cerró la ventana central.

Tres días antes esta chica había llegado en taxi al hotel y se registró con el nombre falso de Matilda Shoen. Tenía una melenita corta rubia, pelo liso, no muy alta, de figura esbelta. Llevaba un vestido negro Versace, medias y calzaba unos stilettos que le estilizaban las piernas. No se pudo decir que su entrada en el hotel fuera de lo más discreta a juzgar por como los caballeros presentes en el vestíbulo la siguieron con la mirada hasta el mostrador del hotel. Sin embargo en ningún momento se quitó las gafas de sol en el interior del vestíbulo. Una vez allí le atendió el relaciones públicas del hotel en persona. Tenía la habitación 645 reservada para una semana.

A las 10:15 el avión procedente de Estocolmo con llegada al aeropuerto Berlín-Tegel hizo su aterrizaje a la hora prevista. En el pasaje del avión iba incluido Hans Eric Vanger, importante empresario nórdico afincado en Suecia, dueño de Eskiltsuna, una compañía dedicada al comercio e intercambio de mercancías con la mayoría de los países de Europa del este. Hans Eric Vanger bajó del avión junto a sus colaboradores donde le esperaba un comité de bienvenida y fue trasladado en coche oficial hasta su hotel.

Un año antes Hans Eric Vanger se vio envuelto en una presunta trama de corrupción por tráfico de armas de la que salió impune y declarado inocente en el juicio por falta de pruebas. Los informadores que hacen saltar la noticia fueron sentenciados a seis meses de cárcel por difamación y al pago de una indemnización de trescientas mil coronas suecas a la compañía Eskiltsuna de la que el señor Vanger es el máximo accionista. Tras este escándalo la compañía decidió disolver la junta directiva de la empresa, cerrándose así los negocios pendientes en los diferentes países del telón acero unilateralmente. Con el riesgo que aquella acción conllevaba.

A las 10:20 de la mañana Matilda Shoen salió del baño de su habitación sin la peluca rubia que ocultaba su moreno cabello cortado casi al cero y vestida con un mono negro, se puso sus guantes de cuero fino y sacó del armario ropero de su habitación un pequeño estuche negro que colocó sobre la mesa escritorio. Abrió los cierres metálicos del estuche y sacó un cortador de vidrios circular Fletcher que adosó a la ventanita izquierda de la habitación y realizó un corte circular de diez centímetros de diámetro.

A las 10:30 de la mañana el coche que trasladaba a Hans Eric Vanger, un Mercedes Benz C 63 AMG enfiló la avenida Straβe des 17 Juni que atraviesa el parque del Tiergarten en dirección a la puerta de Brandemburgo.

A la misma hora, el discreto cañón de un fusil de precisión AW-PSG 90 de calibre .300 Win Mag y mira telescópica Hensoldt de 10x42 aumentos con retícula iluminada y silenciador Supresor se asomó por el pequeño agujero circular de la ventanita izquierda de la habitación nº645 del hotel Adlon Kempinski.

Matilda Shoen reconoció el coche oficial en el que viajaba Hans Eric Vanger entrando en el Tiergarten. En ese momento destapó la mira telescópica, no antes. Sabía que la mira reflejaba la luz del sol y podría ser vista desde varios kilómetros. Se acomodó su fusil y enfiló al coche. Distancia con el objetivo: 3000metros. Siguió al coche a través de su mira telescópica y escuchó en su cabeza las palabras su maestro. El rifle es el primer arma que aprendes a utilizar porque te permite mantenerte a distancia del objetivo. Matilda se acopló a la velocidad del coche que avanzaba por la avenida exactamente de frente a la Puerta de Brandemburgo con la cual forma un ángulo de noventa grados exactos. Urbanismo alemán, sencillamente perfecto. Había ensayado el tiro cada día durante el último mes. No podía fallar.

El Mercedes negro llegó a la glorieta de Groβer Stern situada en el corazón del parque y la rodeó en dirección Parisier Platz. Distancia con el objetivo: 2000 metros. Ahora podía ver la matrícula europea del Mercedes, la memorizó mentalmente, HA GW-615. El tráfico era fluido, era domingo. Le sonría la suerte. Matilda le devolvió la sonrisa desde detrás de la mira telescópica. Tranquila. No lo pierdas de vista. Respira muy tranquila. Imagina que vas en el coche con él. Muy tranquila. No bajes la guardia. No le quites la vista de encima. Sigue todos sus movimientos. Como cuando estás con el chico que te gusta. Su maestro tenía ese sentido del humor malévolo que siempre la había excitado tanto.

Al llegar al cruce con Yitzhak Rabin Straβe el Mercedes negro se detuvo en el semáforo en rojo. Distancia con el objetivo: 700 metros. Podía ver perfectamente la silueta de Hans Eric Vanger sentado en el centro del asiento trasero del coche. Matilda volvió a sonreír. Cuanto más importante es el pollo, más fácil lo pone. Matilda mantenía la respiración en calma, su pulso desaparecía. Su dedo índice se acopló al gatillo. Sólo por diversión colocó la mira en el centro justo del emblema de tres puntas del Mercedes. Ahora mismo podría dejar al coche sin estrella y sin dejar ni un solo rasguño en la pintura. Nadie sabría que había pasado, solo un chispazo y adiós emblema.

El semáforo se puso en verde y el Mercedes aceleró lentamente. El siguiente semáforo era el que está justo detrás de la puerta de Brandemburgo y viniendo por la avenida de pararte en el semáforo anterior siempre se coge en verde, eso lo sabe todo berlinés. El conductor aceleró hasta los 60km/h. Matilda se tensó, su respiración se cortó. Matilda estaba hecha de piedra caliza. Distancia con el objetivo: 500 metros. Cuanto más cerca estés de ser una profesional, más cerca estarás de él. El cuchillo por ejemplo, es lo último que aprenderás a utilizar.

El conductor del Mercedes metió la cuarta velocidad, el coche traccionó, Matilda fijó la mira en la frente de Hans Eric Vanger y la siguió hasta llegar al semáforo en verde de la Puerta de Brandemburgo. Distancia con el objetivo: 300 metros. Siente su próximo movimiento. Respira profundamente y contén el aire.

Ahora.

Matilda apretó dulcemente el gatillo. Un solo zumbido y la bala atravesó silbando entre las columnas de la Puerta de Brandemburgo hasta la luna delantera del Mercedes justo bajo el espejo retrovisor central y se introdujo en la frente de Hans Eric Vanger perforándole el cerebro. El conductor del Mercedes asustado giró la cabeza levemente mirando al espejo central y vio la cabeza de su pasajero apoyada hacia atrás en el asiento trasero con un orificio sangrante en la frente. En ese momento un segundo zumbido atravesó la Puerta de Brandemburgo en el mismo sentido y la luna delantera del coche impactando en la cabeza del conductor y dejándolo caído de bruces sobre el volante. El vehículo en ese momento aceleró hasta los 80 km/h cruzando el semáforo en verde de la Parisier Platz y haciendo un recto se subió por el pavimento peatonal de la plaza desoyendo las señales de giro obligatorio. El coche fuera de control atravesó la Parisier Platz entre los gritos de pánico de los turistas que vieron como en cuestión de un segundo el Mercedes negro subió por los escalones de la Puerta de Brandemburgo hacia arriba y colisionó frontalmente contra una de sus monumentales columnas de piedra caliza a la velocidad de 90 km/h. No había huellas de frenada.

Matilda introdujo lentamente hacia el interior de la habitación el cañón de su rifle de fabricación nórdica. Se asomó levemente a la ventanilla y con una mirada fría y una sonrisa torcida murmuró:
-Ahí tenéis una bonita postal.


lunes, 12 de enero de 2009

Las puertas del cielo

Conocí a esta chica por Internet, se llamaba Ángela, pero en la red le gustaba usar el apodo de Ninfa. Según me contó las ninfas eran como las putas de los dioses, espíritus de mujeres que vivían en el mundo de los hombres cuidando de la naturaleza y que satisfacían las fantasías sexuales de los dioses cada vez que éstos bajaban al mundo. También eran reclamadas en el olimpo para realizar orgías divinas que debían de ser la leche, tal y como yo me las imaginaba.

Ángela era de Tarragona pero trabajaba como becaria de enfermera en una clínica muy cercana a mi facultad. Todas las tardes cogía el tren que me dejaba en un apeadero a cinco minutos de la universidad y siempre pasaba por la puerta de la clínica recordando la charla que habíamos tenido la noche anterior sobre arte antiguo y que a mí siempre me dejaba tan empalmado que tenía que desahogarme en la cama imaginándome entre sus piernas, follándomela sobre la mesa del banquete del olimpo en la puta cara de Zeus, el cual me miraba con ojos borrachos riéndose satisfecho de ver su voluntad cumplida a rajatabla. Desde luego me estaba ganando el cielo a fuerza de bien.

Un día me reconoció en la biblioteca pública y cuando salí al patio a fumarme un cigarrillo me dejó sobre la mesa un tomo enorme de la Summa Artis, con un post it de esos amarillos entre dos páginas con mi apodo escrito. Intrigado abrí el tomo de la enciclopedia y se abrió por la reproducción a dos páginas de un cuadro del renacimiento en el que las ninfas se preparaban para una de sus citas con los dioses. Levanté la mirada hacia la fila de mesas que tenía enfrente buscándola con los ojos. Aunque nunca nos habíamos visto en persona sí nos habíamos pasado alguna foto y estaba seguro de que la reconocería al instante. Tenía que haber sido ella, no tenía ninguna duda. Al mirar hacia atrás encontré sus ojos sonriéndome desde su sitio entre todas las cabezas estudiosas y decidí seguirle el juego. Cogí un folio y la dibujé a ella misma siendo disfrutada entre los libros sobre una de las mesas de la biblioteca por un generoso grupo de estudiantes. Le puse un gesto en la cara de placer que excitaba de solo mirarlo. Cuando me levanté para irme de la biblioteca pasé por su lado y se lo deje caer en el centro de la mesa a la vista de los cinco o seis chicos con los que compartía horas de estudio. Pude oír entre el silencio de la biblioteca el rumor que causó mi pequeña obra mientras bajaba los escalones de la sala de lectura principal. Aquella escena la divirtió mucho y quedamos al día siguiente.

Ángela no paró de alimentar mi imaginación con todo tipo de lujuriosas historias mitológicas que según ella habían sido el porno de los antiguos y posteriormente endulzadas y poetizadas con el paso del tiempo. Según ella el acto de una ninfa poco tenía que ver con las imágenes del renacimiento donde aparecían bailando o envueltas en entornos naturales donde las hojas y simpáticos angelitos y animalitos acariciaban sus cuerpos. Donde yo antes solo veía la imagen de una mujer de caderas generosas sonriendo desnuda por las inocentes cosquillas que le hacen las hojas y los animalitos que la rodean, Ángela veía el símbolo pagano de una mujer cachonda perdida que se masturba en el campo e incita a su ganado a la zoofilia mientras espera ser poseída de manera salvaje por un macho insaciable. Pero mis preferidas eran las escenas del olimpo, donde las ninfas aparecían semidesnudas en numerosos grupos y se prestaban en el centro de la reunión divina como postre sexual al banquete que acababan de dar cuenta los dioses ya borrachos como cubas. Según Ángela lo que ocurría a continuación de la escena del cuadro no tenía comparación con cualquier escena de sexo en grupo del porno actual.

Cuando la acompañé a su casa me invitó a subir a su piso para enseñarme algo de lo que habíamos estado hablando durante la noche pero nada más entrar en el ascensor nos empezamos a enrollar de tal modo que hasta el ascensor estuvo a punto de pararse del meneo que le estábamos dando. Cuando llegamos a su piso entramos en su cuarto casi corriendo.

Ya no se folla como antes. Antes el sexo se concebía como algo sagrado, algo divino. Los gemidos desinhibidos de una zorra con el rostro desencajado y los ojos en blanco son la única llamada que los dioses han respondido en la tierra. Cuando los hombres querían hablar con dios, de ello se encargaban las ninfas.

Nocturno


Solo cuando por fin todos se duermen
se oye el mar.
Mantente despierto tú solo entre los demás.
Ya verás.


Cuando todos se duermen
sonríe la luna.
Y mira las estrellas a su alrededor,
y piensa:
nunca me cansaré de esto.


Solo cuando nos movemos dormidos
lo hacemos igual
que cuando éramos niños.


Estiras un pie para rozar el suyo
dulcemente.
Se lo recoges con el tuyo,
y sientes
como lo acepta.


Cuando todos se duermen
sonríe la luna.
Y mira a los que se quedan despiertos,
y piensa:
nunca se cansarán de esto.


Ya verás.

jueves, 8 de enero de 2009

Toma Moreno

José Luis se levantó a primera hora de la mañana como todos los días al sonido de las horarias de su radio despertador. Lo tenía puesto siempre en su emisora favorita la cual siempre daba un extenso repaso de todos los titulares sobre noticias nacionales mientras se quitaba el pijama y se preparaba para el aseo matinal. José Luis apagó el despertador y se metió en el cuarto de baño de su dormitorio principal para volver a encender una pequeña radio que tenía en la encimera del lavabo de vuelta con los titulares de las noticias internacionales y deportivas. Los titulares eran lanzados indiscriminadamente a dos voces por dos locutores a la vez, los cuales se turnaban para dar un titular cada uno haciendo que entre uno y otro titular apenas hubiera un mínimo espacio de tiempo en el que sonaba un breve sonido muy característico en forma de pitido que separaba cada titular del siguiente. Esta monotonía matinal de bombardeo periodístico rebotaba sobre la mente de José Luis cada mañana mientras se miraba al espejo cepillándose los dientes. A José Luis le gustaba estar siempre bien informado.

Luego bajaba las escaleras del ala este de su casa hacia el comedor de la cocina donde siempre le esperaban su desayuno apunto de servir, la prensa del día, nacional e internacional y Olga, una de las asistentas de la mañana.

Olga Vaisíliev había llegado a España hacía cinco años después de licenciarse en filología austrohúngara para formar parte de la plantilla de chicas de un local de alterne de las afueras del norte de Madrid. Cuando consiguió pagar su deuda, después de dos años, contactó con un antiguo amigo de su familia que trabajaba relativamente cerca de su local. Su amigo se llamaba Andrey Lébedev. A Olga nunca le gustó tener muchos amigos. Y albaneses menos.

Andrey tenía una nave en el polígono industrial La Covadilla en el municipio de Boadilla del Monte y un negocio de transportes de pequeñas mercancías, mudanzas y traspasos. En la nave había tres trabajadores a su cargo, Dimitry, Sergey y Yuri. Los tres eran transportistas y cuando no había nada que transportar trabajaban en la nave. Allí siempre había trabajo que hacer desde el día que Andrey les preguntó muy enfadado a los tres que por qué iba él a pagarles si no había ningún trabajo que hacer. A Andrey no le gustaba repetir las cosas.

Como cada mañana José Luis desayunó en la mesa del comedor mirando hacia su piscina con el periódico sobre la mesa y comentando en voz alta las noticias que le parecían más interesantes con Olga que siempre estaba ocupada a su espalda en la cocina. Olga escuchaba indistintamente los comentarios de José Luis sobre la subida del petróleo y el euribor, los ataques palestinos y represalias judías o las imparables intenciones de las grandes compañías rusas para hacerse con el negocio del gas en Europa. El primer día que trabajó en la casa intentó expresar de alguna manera humilde su opinión sobre todas esas noticias que José Luis le iba comentando desde la mesa del comedor de espaldas a la cocina mientras desayunaba, más bien por respeto a su interlocutor que por el interés que estas noticias despertaban en ella misma. A los pocos días se dio cuenta de que aquellos comentarios no buscaban en absoluto su opinión personal sobre las idas y venidas del mundo, sino más bien un sencillo y sumiso gesto de aprobación incondicional a las incisivas observaciones de él. A Olga todo esto le daba más o menos igual con tal de no tener que volver a abrirse de piernas delante de un camionero vasco borracho.

Al llegar el medio día José Luis subió a la planta de arriba en dirección a su vestidor para elegir la ropa con la que recibiría a los importantes invitados que iban a llegar a su casa aquella misma tarde para discutir sobre el importante proyecto que tenía en mente desde hacía algunos meses. José Luis tenía una importante productora audiovisual dueña de algunos de los programas más vistos en las cadenas nacionales por aquel entonces. Después de almorzar en el porche de su piscina subió a su despacho personal para preparar toda la documentación necesaria para la importante reunión que tendría lugar en su casa por la noche.

Aquella misma tarde en la nave de Boadilla del Monte, Andrey Lébedev mandó preparar una de sus mejores furgonetas Citroën, modelo Jumper, para un transporte especial que realizarían los cuatro miembros de la empresa con él mismo al mando de la operación. Según sus instrucciones Dimitry se encargó de equipar la furgoneta con todas las herramientas que necesitarían para neutralizar los dispositivos de alarma y vigilancia anteriormente localizados e identificados. Sergey se ocupó de la preparación y puesta a punto de las diferentes herramientas de asalto, intimidación e interrogatorio, entre las cuales contaban con dos hachas cortas, tres navajas automáticas y cinco pistolas zastava modelo CZ150 con dos cargadores de doce balas por arma y uno más en la recámara. Por su parte Yuri fue el encargado del seguimiento, conexión y sincronización con el agente interior en la casa.

Un año antes cuando Olga contactó con Andrey para conseguir trabajo, éste mando a Yuri a que le enseñara la oficina y los almacenes de la nave a Olga. A partir de entonces ella se encargó de limpiar la oficina y los almacenes dos veces por semana y Yuri se encargó por iniciativa propia de subirla a ella en la mesa de la oficina con las piernas hacia arriba o hacia abajo también dos o más veces por semana.

A las doce en punto de la madrugada las puertas de la nave de Boadilla del Monte se abrieron desde dentro para que saliera la furgoneta con todo el equipo de Andrey listo para pasar a la acción. Yuri cerró las puertas de la nave, entró en la furgoneta por la puerta de atrás y se sentó enfrente de Sergey que le ofreció uno de sus cigarrillos Yava. Dimitry fue el encargado de conducir la furgoneta Citroën Jumper por la autovía M-50 sin pasar de los cien km/h como le indicó Andrey, que también iba fumando en el asiento del copiloto con la mirada fija en la carretera.

A las doce y media de la noche Olga salió por la puerta de servicio de la cocina donde estaba terminando de limpiar los utensilios que había utilizado para la cena que José Luis había ofrecido en su casa a sus ya nuevos clientes. Sacó de su bolsillo el teléfono móvil modelo Motorola W377 que Yuri le había dado una semana antes y marcó el número de Andrey dejándole una llamada perdida según la hora prevista. La furgoneta, que ya estaba aparcada a dos manzanas de allí, se puso de nuevo en marcha hacia el número de la casa de José Luis. Cuando llegaron justo a la puerta de la casa, Dimitry dejó la llave del contacto puesta con el motor al ralentí y Andrey estiró su mano izquierda hacía la parte trasera de la furgoneta desde donde Sergey, ya con su pasamontañas puesto, le tendió el suyo y el de Dimitry.

Dos minutos exactamente después de la llamada perdida al teléfono de Andrey, la puerta automática del garaje de la casa de José Luis se abrió accionada desde el interruptor interior y la furgoneta entró en el garaje cerrándose inmediatamente detrás. Los cuatro ocupantes de la furgoneta bajaron de la misma encapuchados y entraron en la casa sin que ningún vecino pudiera sospechar nada. Dos de los asaltantes entraron al salón principal e inmovilizaron a los allí presentes, incluido el propio José Luis, que fue rápidamente trasladado a la planta superior por uno de los asaltantes, presumiblemente el jefe de todos ellos. El cuarto miembro de la banda fue el encargado de vigilar a los miembros del servicio de la casa, incluida la propia Olga, la cual ya estaba de vuelta en la cocina cuando empezó todo.
Y si no se lo creen consulten la prensa.

miércoles, 7 de enero de 2009

Oh, my God

Lidia puso la radio del coche y escuchó como el locutor anunciaba su canción preferida de los ochenta y de repente todo le pareció perfecto. Había salido antes de trabajar y estaba ansiosa de llegar a casa para poder estar más tiempo con él. Se paró en un semáforo, soltó el volante y se puso a cantar y a gesticular como si tuviera un micrófono delante de una multitud imaginaria. Movía la cabeza de un lado a otro dejando que su melena se sacudiera. Un chico joven que estaba parado a su lado en una moto la miró de reojo y sonrió pensando que no estaba mal del todo.

Últimamente no habían pasado mucho tiempo juntos ella y él. La noche anterior mientras veían una película en la tele apenas se tocaron. Ella incluso había subido sus pies al sofá pero él no se los puso sobre sus piernas y se los acarició como siempre le gustaba hacer. Pensaba en todo esto pero sin darle importancia más de la cuenta, ella sabía muy bien que había rachas, buenas y no tan buenas. No había nada de que preocuparse. Esa noche le prepararía algo para cenar bien rico y él abriría una de las botellas de Lambrusco que le trajo de Bolonia en su último viaje de empresa. Había calculado que él llegaría dentro de una hora, así que le daba tiempo a darse una ducha, ponerse algo cómodo pero ceñido y esperarlo con la cena ya casi en su punto. Estaba dispuesta a arreglar las cosas con él, se decía a sí misma, pero en el fondo no sabía muy bien a qué cosas se refería en concreto. Bueno en tal caso, aquella iba a ser una buena noche. Se llevó la mano derecha a la boca, cerró los ojos, y besándose el canto de la mano se imaginó sobre él en la cama en mitad de la noche haciendo el amor lentamente hasta la mañana siguiente que era día de fiesta.

Llegó a su calle y aparcó en la acera de enfrente, y cuando fue a cerrar la puerta intentando sujetar el bolso con la misma mano las llaves del coche se le resbalaron entre los dedos al ver la luz de su habitación encendida.

- ¿Qué hace aquí? ¿Habrá salido antes también? Que raro, no sé lo que estará haciendo pero seguro que no es la cena porque la luz de la cocina está apagada. La de la cocina y las otras también.

Lidia cruzó la calle sin dejar de mirar la ventana de su habitación iluminada salvo para mirar si venía algún coche y cuando llegó a la acera de enfrente se pegó a la pared como si no quisiera ser vista desde arriba. Sacó las llaves de su bolso y abrió el portal, le echó un último vistazo a su ventana y entró. Cuando cerró la puerta lo hizo muy despacio, sin llegar a soltarla. Subió las escaleras sin hacer ruido mirando hacia arriba por el hueco de las escaleras y su rostro se tornó más serio de lo habitual. Por su cabeza no pasaba ningún pensamiento. Ella misma se esforzaba en mantener la mente en blanco hasta saber lo que estaba pasando. Un piso más abajo del suyo abrió el bolso y metió la mano buscando las llaves de su casa y las sacó lentamente con cuidado de no hacerlas sonar. Subió los dos últimos tramos de escalera hasta su puerta en una exhalación y cuando llegó hasta el descansillo respiró profundamente un par de veces antes de meter la llave en la puerta.

En cuanto la puerta se abrió unos centímetros llegaron hasta sus oídos los suaves pero inequívocos gemidos de la sucia perra que se estaba follando a su novio y en su propia cama, sobre sus nuevas sábanas italianas que además estaban siendo estrenadas sexualmente por esa furcia. Se detuvo así detrás de la puerta, clavando las uñas en el pomo y escuchando con la mirada perdida hacia el interior del recibidor. Los gemidos le parecían de una chica joven, un tanto inocentes, más bien cursis. A él no lo escuchaba, intentaba concentrarse para poder llegar a oírlo a él entre los gemidos de la pija, pero solo se la oía a ella. Le resultaba extraño porque con ella siempre gemía, sobre todo en el orgasmo. Cerró un poco la puerta y se detuvo en el descansillo mirando las llaves colgando de la cerradura.

- Un momento ¿Y si no es él? ¿Y si le ha dejado las llaves a un amigo creyendo que yo no llegaría hasta las diez? Mierda ¿Qué hora es? Las ocho y media. Tiene que ser él. Maldito hijo de puta embustero. Yo voy a entrar, esta es mi casa.

Pasó hacia dentro sigilosamente y sacó la llave de la cerradura diente a diente. Le temblaban las piernas, ahora los gemidos de la pija le llegaban rebotados desde todas las paredes de su propio piso. No se lo podía creer. Él, él estaba follándose a otra mujer. No podía ser cierto.

- ¡Le está comiendo el coño! ¡Por eso no le oigo! ¡Dios! - La imagen de una putita de veintipocos años de rodillas sobre sus sábanas de seda negra italiana con él tumbado debajo boca arriba comiéndole el coño se le clavó en la cabeza.

- Lo voy a matar ¡La voy a matar esa zorra! Cerdo cabrón. Los voy a matar ¡Los voy a matar a los dos!

Entró en la cocina y abrió el cajón de los cuchillos. Le temblaban tanto las manos que no podía decidir cual de ellos coger. Cogió el que estaba más separado del resto y cuando lo levantó se miró la mano intentando calmar el temblor. Pero no podía. En ese momento le llegó desde su habitación un gemido mucho más profundo y sonoro. Fue casi un chillido, un gemido con toda la boca abierta. – Aaahhhhhh…

- ¡Dios! ¡Se la ha metido! ¡Le ha metido la polla! ¡Mi polla! No me lo puedo creer. Le has metido la polla. Has metido la polla en una mujer por última vez, desgraciado. Se te acabó a ti lo de meter la polla por ahí, desgraciado... ¡Se te acabó a ti lo de meter la polla!

Agarró el cuchillo con firmeza levantándolo contra la luz de las farolas que entraba por la ventana de la cocina y la silueta del cuchillo se dibujó contra la pared subiendo hasta el techo. Los gemidos de la chica aumentaban el ritmo haciéndose cada vez más seguidos mientras Lidia miraba fijamente la afilada hoja que surgía de su mano derecha. Sin saber muy bien por que se acercó la hoja del cuchillo a los labios y la besó.

- Se te acabó. No voy a dejar que te corras, cabrón.

Atravesó el salón con la mirada fija en la puerta de su dormitorio. Los gemidos eran ahora altos y claros, sin ningún tipo de disimulo. Es más, aquella zorra estaba exagerando su disfrute, ahí había teatro.

- Serás puta, a ti te va a tocar primero. Por zorra y por puta. Y luego ya veremos lo que hago con el otro desgraciado. De ese me encargo yo.

Sin dudarlo un segundo empujó con la mano izquierda y con todas sus fuerzas la puerta de su dormitorio. El portazo fue tan tremendo que Marcos lanzó un grito de auténtico miedo cuando miró desde la cama hacia su mujer salir desde la oscuridad del salón con el cuchillo en la mano y lanzándole una mirada verdaderamente infernal. Con la boca abierta, los pantalones bajados y la mano derecha aún sujetándose la polla tiesa intentó coger el mando a distancia del video para parar la película porno que se veía a en la pantalla del televisor. Pero el único mando que encontraba era el del propio televisor y no el del video, así que la rubia chillona de las tetas de goma seguía saltando y saltando, y chillando y chillando sobre la polla del actor cachas al que solo se le veía del cuello para abajo mientras Lidia ni siquiera giraba la vista hacia la pantalla. Solo lo miraba a él de arriba abajo con el cuchillo aún en la mano y una expresión en la cara muy difícil de describir. La rubia de la película se agarraba las tetas sin parar de botar y botar sobre la polla del tipo cachas el cual ni la tocaba con las manos. Solo se limitaba a aguantar sin correrse hasta que alguien se lo dijera. Bueno, un trabajo es un trabajo.

- Oh, ooh my God…

Vigilancia Nocturna


Era la una de la mañana. Yo estaba en mitad del Parque María Luisa sentado en una silla de plástico con un botellín de cruzcampo y vigilando los puestos del Festival de las Naciones. Era una especie de mercadillo itinerante con miles de figuritas tribales, colgantes de la suerte y baratijas por el estilo, traídas supuestamente de todos los lugares del mundo, pero lo cierto es que la mayoría eran países sudamericanos. Y si eras un poco observador podías encontrar la misma diosa de la fertilidad en los puestos de Bolivia, Perú y Ecuador. Me pagaban a seis euros la hora por estar allí sentado como un monigote en mitad de la noche fumando y bebiendo cerveza para que a nadie se le ocurriera robarle a los sudacas. Así que tampoco estaba mal del todo. Al tercer botellín empecé a planear como robarles yo mismo.

Mi jefe era un ucraniano llamado Dáviden que llevaba trabajando en aquel tinglado itinerante desde hacía unos diez años. Se encargaba de vigilarnos a mí y a otros cuatro desgraciados más durante el día para que repusiéramos el papel higiénico en los servicios, recogiéramos la basura de los puestos restaurantes, limpiáramos las mesas y barriéramos todo aquello cada vez que alguien tiraba un papel al suelo, lo cual ocurría más o menos cada cinco segundos. Nos habían dado unos walky-talkys los cuales teníamos que tener siempre encendidos por si surgía alguna emergencia del tipo: alguien ha dejado una compresa usada pegada en el espejo del lavabo de señoras, y cosas por el estilo. Dáviden tenía la habilidad de la experiencia para desaparecer cuando se acababan las bolsas de basura o alguien vomitaba allí en medio alguna salchicha tropical de medio kilo, y sólo aparecía cada media hora para meter prisa y tocar un rato los huevos. Lo peor es que parecía gustarle su trabajo.

Cuando el festival cerró, Dáviden nos dio las últimas instrucciones antes de irse por ahí a emborracharse con las bailarinas del puesto de Brasil, que no bailaban mucho pero formaban la cuadrilla fija de putas que iban con el festival a todos sitios. Nos dividimos el festival en sectores para vigilarlos hasta las dos de la mañana que era cuando entraban a trabajar los vigilantes propios del parque. Cuando me senté en mi puesto de vigilancia nocturna ya no recordaba nada de sus últimas instrucciones porque me quedé mirándolo mientras me hablaba muy lentamente, y preguntándome cuanto tiempo tendría que estar yo mismo trabajando en aquel sitio, de país en país, hasta quedarme completamente loco.

Así que ahí estaba yo, en plena noche, en mitad del parque sentado en una silla de plástico blanca de terraza de bar, rodeado de botellines de cerveza vacíos a mi alrededor y dándole vueltas al coco de cómo hacer aquella experiencia internacional un poco más lucrativa.

Los puestos se cerraban individualmente con un toldo hasta el suelo y luego con otro más largo que cerraba el pasillo central por el que paseaba la gente de país en país. Cuando cerramos los toldos largos del pasillo me di cuenta de que cada tres puestos había otros toldos más pequeños que cerraban el pasillo central en varios tramos diferentes. Pero esos toldos intermedios nos dijo Dáviden que no los cerráramos sin darnos explicaciones de por qué. Era menos trabajo que hacer, así que nadie preguntó.

A la una y media de la mañana acabé el quinto botellín de cruzcampo. Me aseguré de que no hubiera intrusos en mi sector de vigilancia y abrí el toldo del pasillo central entrando con un rápido movimiento y cerrándolo detrás de mí. Desde allí podía ver toda la galería de puestos hasta el final del festival. No vi a ninguno de mis colegas vigilantes asomarse por allí así que parecía que ninguno de ellos se había percatado de los toldos intermedios que cerraban el pasillo. Cerré dos de los toldos intermedios quedándome dentro con tres inocentes países a merced de mi sanguinaria sed de recompensa por toda la basura recogida. Tenía delante mía los puestos de Venezuela, Cuba y algún otro paraíso tropical que ahora no recuerdo. Comencé mi asalto por la isla de Cuba. Solo podía abrir el toldo que cerraba el puesto hasta la cintura de modo que si alguien me pillaba infraganti pudiera dejarlo caer y disimular. Pero no podía quitar el ojo a los toldos que había cerrado a mis dos lados y que me proporcionaban la intimidad necesaria para mi propio saqueo colonial. Cuando abrí el toldo sólo tenía a mano unas cuantas bandejas de anillos, todos ellos muy parecidos entre sí con motivos florales. Mala suerte, yo nunca he sido de llevar cosas en las manos. De todos modos escogí un modelo muy elegante y pude meter la mano y llevarme dos anillos del mismo modelo, uno de cada talla. No tenía tiempo de medirlos y tampoco sabía muy bien cual de ellos le vendría bien a mi chica. Cerré el toldo y pasé al siguiente puesto. No recuerdo de que país era porque cuando abrí el toldo me encontré con unas figuras talladas en madera de medio metro cada una y decidí que no llevaba los medios suficientes para sacar de allí aquella mercancía, así que volví a cerrar el toldo y pasé a mi siguiente víctima. Venezuela traía muchos objetos textiles tales como sábanas, cortinas, manteles, y cosas así. Me quedé un buen rato intentando decidir que modelo encajaría con la decoración de mi piso. Al final me decidí por una hamaca con un bordado precioso. Siempre había querido tener una hamaca de esas que salen en las películas del caribe con el tío tumbado así medio dormido, medio borracho con las gafas de sol y un cocktail con sombrillita en la mano a punto de caerse al suelo.

Al día siguiente le cogí un anillo a mi chica de su mesita de noche y lo comparé con los de mi botín cubano. Le venía perfecto el de la talla pequeña. Hice bien en coger dos del mismo modelo. Era de plata blanca lisa y con siete piedrecitas negras incrustadas formando una flor, como una margarita, que era precisamente la flor preferida de ella. Cuando fui a sacar el anillo de su escondite resultó que ya se le había caído una de las piedrecitas negras y tuve que coger el superglue y las pinzas de depilar para hacer de joyero incrustador improvisado. Desde luego la industria comunista ya no es lo que era. A la semana siguiente me vino mi chica muy triste diciéndome que se le había perdido una piedrecita del anillo, pobrecita. Le dije que era normal, que las margaritas siempre se van deshojando. Me preguntó que qué pasaría cuando se cayeran todas. No supe que contestarle.

La hamaca sigue tirada en el techo del armario, creo. Todavía no se donde colgarla. Ya lo intenté en su día pero acabé quedándome sin perchero en el salón. Tenía que haber escogido las cortinas. O una alfombra. Siempre he querido tener una alfombra calentita en el salón para follar en suelo. Dicen que en el suelo se folla muy bien, pero los que lo dicen seguro que tienen alfombra. Tengo que buscarme una alfombra que haga juego con la hamaca. A ver si el año que viene traen un puesto de la antigua Persia.

Todo es perfecto cuando el locutor anuncia tu canción y te pones a cantar

Yo vivía en la Alfalfa en un pequeño estudio con un balconcito hacia la plaza en el que solo cabía una persona a la vez apoyada en la barandilla. El balconcito tenía por costumbre mantenerlo cerrado durante el día, especialmente por las mañanas ya que tenía la cama justo al lado y yo dormía hasta el mediodía religiosamente. Pero por las noches cuando llegaba Lucía nos gustaba turnarnos para asomarnos un rato antes de acostarnos. Todas las noches nos asomábamos a altas horas de la madrugada y todas las noches ocurría algo curioso. Era la hora del show del balcón.

-Hey artista, abre ahí a ver que pasa abajo, a ver si vemos otra parejita como la de ayer.

Me acerqué hasta el balcón y lo abrí de golpe porque esa era la única manera de hacerlo ya que se notaba que el suelo del estudio lo habían reformado dejándolo sensiblemente más alto que el antiguo y las puertas del balcón rozaban demasiado contra el suelo dejando dos surcos circulares que me había preocupado personalmente de mantener a base de cargarme a patadas las puertas. En eso estaba cuando de repente vi caer por delante de mis narices un cuerpo a toda velocidad hasta el suelo. Fue como una broma pesada que no te esperas y que te deja seco en el sitio.

-Oye Luci, acabo de ver caer a un tío por el balcón.

-¿Que dices, tú?

-Lo que oyes, que acaba de tirarse un tío desde el piso de arriba y esta ahí abajo contra el suelo, me cago en la hostia, ¡ven, corre! Está ahí tirado justo debajo del balcón. Ven mira, asómate.

Me salí del balcón para dejar que mi chica mirara el cuerpo del viejo boca arriba contra el suelo.

-Oh, dios mío, ¿pero que hace ahí?

-¿Pues no te enteras? Que se ha tirado desde el piso de arriba te digo. Lo he visto volar por delante de mi cara cuando abría el puto balcón. Lo he visto caer así, zas, y ya está.

-No me jodas, pero si ese tío es el guiri borracho del bar de antes, el que estaba bailando solo en la puerta del bar cuando salíamos.

-No me jodas, déjame ver, déjame.

-Ay bruto, no empujes, mira, mira es él, te digo que es él, me fijé en su cara cuando salíamos. Pasamos por su lado y olía fatal, no debía de tener ni bañera el pobre.

-Creo que nuestro amigo tenía otros problemas a parte nena. Nadie se tira por un plato de ducha. Joder, se está levantando, está vivo el cabrón, mira. Madre mía pero si ha tenido que pegar en plancha contra el suelo.

-¿Cómo? ¿Qué está vivo? Ay, déjame ver, déjame verlo, no me lo puedo creer. ¡Quita de en medio! Joder, es verdad. ¡Oiga! ¡Oiga! ¿Está usted bien? ¿Le duele algo?

-Oui.. oui mademoiselle, disculpez vous, où ma maison est-elle ?

-¿Qué dice? Oye tú, no sé lo que dice, me esta hablando en francés. Oiga señor, no-lo-sé, Yo no parlé francés. ¿Qué dice este loco? Míralo, se está levantando. Y ahora se va. Míralo como va, si no puede ni andar. ¡Oiga! ¿A dónde va? Joder con el francés.

Yo me volví a la cama, me encendí uno de sativa y tumbado boca arriba miré las grietas que recorrían todo el techo de escayola. Cerré los ojos un momento y pude oír como el gabacho suicida se tambaleaba de lado a lado de la plaza preguntándole algo a los árboles que no llegaba a entender. Luci lo siguió con la mirada un rato más hasta que se perdió por alguna esquina. Cerró de dos golpes el balcón y de un salto se metió de vuelta en la cama acoplándose a mi espalda con dos suaves movimientos de cintura.

-mmm, Qué calentito tienes el culo, me encanta.

Nos estábamos acostumbrando ya a cualquier cosa. No estaba mal.