miércoles, 21 de enero de 2009

Canibalismo Deportivo (Decadencia y Caída de Charles Bukowski)

Aquel lunes por la noche cuando llegué al Masi sólo estaba el dueño del bar, Castillo. Entré y lo saludé, estaba viendo la tele desde la barra. Estar en un bar un lunes por la noche únicamente con el dueño del bar es como estar en ninguna parte (incluso estar un martes por la noche es como estar en ninguna parte; pero más todavía un lunes). Castillo bebía de algo que tenía debajo de la barra frente a mí, que estaba sentado en un taburete de espaldas a la tele. Para la basura procedente de la tele que ya me entraba por los oídos prefería tener mis ojos cómodamente posados sobre la espuma de la refrescante cerveza.

—Tengo que contarte una cosa, Castelo —le dije.

—Cuenta—dijo Castillo.

—Bueno, la otra noche me llamó por teléfono un tío con el que estudié en el Luca. Le llamábamos el Negro. Me contó que se había quedado sin trabajo, por la cocaína, y se acababa de enrollar con una chavalita italiana de erasmus que trabaja de enfermera aquí en la Macarena y le mantiene. No me gustan demasiado esos tíos... pero ya sabes cómo es la gente, se cuelgan de ti.

—Sí —dijo Castillo mirando la tele.

—Pues el caso es que me llamó al móvil, que por cierto no sé como habrá conseguido mi número... oye, cervezéame. Esta mierda ya sabe a rayos.

—Vale, pero basta con que te la bebas un poco más deprisa. Al cabo de una hora, claro, empieza a perder cuerpo.

—Bueno... me dijeron que habían resuelto el problema de la carne... y yo pensé: «¿Qué problema de la carne?» El caso es que me dijo que a ver si me pasaba por su piso para verle y charlar de los tiempos del instituto. Yo no tenía nada que hacer, así que fui. Cuando llegué el Negro puso la tele y nos sentamos a verla. Estaban poniendo los juegos olímpicos. Recuerdo que nos reímos de un corredor de Corea o algún país de por allí que se llamaba Koji-Ito. Cojito, ¿lo pillas? Bueno pues Enrica, así se llama la enfermera italiana, estaba en la cocina preparando una ensalada y yo había llevado un par de cajas de botellines. Yo digo: oye, Negro, abre unos botellines, se está de puta madre aquí viendo a los tíos estos sudar con el aire acondicionado puesto aquí. Bueno, se estaba cómodo. Parecía como si hubiesen tenido una discusión un par de días atrás y las relaciones estuvieran otra vez tranquilas. El Negro dijo algo sobre Zapatero y algo sobre el paro, pero yo no tenía nada que decir; todo eso me aburre. Sabes, a mí me importa un carajo que el país esté o no esté podrido, mientras a mí me vaya bien.

—Y a mí igual—dijo Castillo, sacando el vaso de debajo de la barra y echando un buen trago.

—Pues bien, ella sale de la cocina, se sienta y se bebe su cerveza. Enrica. La enfermera. Se puso a explicar que todos los médicos tratan a los pacientes como borregos. Que todos los putos doctores van a lo suyo y nada más. Creen que su mierda no apesta. Ella prefería tener al Negro que a un médico. Una estupidez, ¿no?

—No conozco al Negro, no me suena —dijo Castillo.

—En fin, luego nos pusimos a jugar a las cartas y, al cabo de unas manos, el Negro me dijo: «Sabes, la tía esta es muy rara. Le gusta que haya alguien mirando mientras lo hacemos. » «Así es —dijo la italiana—, eso es lo que más me estimula. » Estimula dice la tía guarra. Y el Negro va y dice: «Pero es tan difícil encontrar a alguien que mire. En principio parece muy fácil conseguir alguien que mire, pero es dificilísimo. » Yo no dije nada. Pedí dos cartas y puse una moneda de diez céntimos. Entonces ella dejó caer las cartas y el Negro dejó caer las cartas y los dos se levantaron. Y va ella y empieza a andar hacia el otro lado de la habitación. Y el Negro detrás... «¡Eres una puta, una maldita putana! » dice él. Aquel tío, llamándole puta a su chica. «¡So puta! « gritaba. Y la arrincona en un extremo del cuarto y le atiza un par de sopapos, le rasga la blusa. «¡So puta, putana. Porca putana! » grita él de nuevo, y le da otros dos sopapos y la tira al suelo. Luego le rasga la falda y ella patalea y chilla. El la levanta y la besa, luego la lanza sobre el sofá. Se le echa encima, besándola y rasgándole la ropa. Luego le quita las bragas y se pone a darle al asunto. Mientras está dándole, ella mira desde abajo para ver si les miro. Ve que sí y empieza a retorcerse como una serpiente enloquecida. Así que se lanzan al asunto hasta el final. Después, ella se levanta, se va al cuarto de baño, y el Negro a la cocina a por más cervezas. «Gracias —dice cuando regresa—; ayudaste mucho. »

—¿Y luego qué pasó?- —preguntó Castillo apagando la tele del bar.

—Bueno, por fin los jamaicanos ganaron la carrera de 100 metros, y había mucho ruido en la tele y ella sale del baño y se va a la cocina.

El Negro empieza otra vez con lo de Zapatero. Dice que Felipe fue el principio de la decadencia y caída del país. Todo el mundo es codicioso y decadente; la corrupción está por todas partes. Y sigue un buen rato con el mismo rollo.

Luego, Enrica nos llama a la cocina, donde está puesta la mesa, y nos sentamos. La comida huele bien: un asado adornado con rodajas de piña. Parece una pierna entera, tiene un hueso que parece casi el de una rodilla. «Negro —le digo—, esto parece una pierna humana de la rodilla para arriba. » «Eso es —dice el Negro—. Eso es exactamente lo que es. »

—¿Dijo eso? —preguntó Castillo, tomando un trago del vaso que tenía bajo la barra.

—Sí —contesté—, y cuando oyes una cosa así, no sabes exactamente qué pensar. ¿Qué habrías pensado ?

—Yo habría pensado que estaba de coña —dijo Castillo.

—Claro. Así que dije: «Estupendo, córtame una buena tajada.» Y eso fue exactamente lo que el Negro hizo. Había también puré de papas y salsa, pan caliente y ensalada. En la ensalada había aceitunas rellenas de lata. Y el Negro dijo: «Ponle a la carne un poco de esa mostaza picante, ya verás qué bien le va.» En fin, le eché un poco. La carne no estaba mala. «Oye, Negro —le dije—, ¿sabes que no está nada mal? ¿Qué es?» «Lo que te dije, Popi —me contesta—, una pierna humana, la parte de arriba, el muslo. Es de un gitanito de catorce años que encontramos haciendo auto-stop en Torreblanca. Le recogimos, le dimos de comer y estuvo tres o cuatro días viéndonos a Enrica y a mí hacerlo; luego nos cansamos de aquello, así que lo degollamos, le limpiamos las tripas, las echamos a la basura y le metimos en el congelador. Es muchísimo mejor que el pollo, aunque en realidad a mí me gusta más la ternera.»

—¿Dijo eso? —preguntó Castillo, sacando otra vez el vaso de debajo de la barra.

—Eso dijo —contesté— cervezéame Mou.

Castillo me puso otra cerveza. Le dije:

—En fin, yo seguía pensando que todo era coña, ¿comprendes? Así que dije: «Está bien, déjame ver el congelador.» Y el Negro va y me dice: «Bueno... Ven», y abre la puerta del congelador y allí dentro estaba el torso, pierna y media, dos brazos y la cabeza. Troceado así, como te digo. Todo parecía muy higiénico, pero, la verdad, a mí no me pareció del todo bien. La cabeza nos miraba, aquellos ojos negros abiertos, la lengua colgando... estaba congelada hasta el labio inferior. «Dios mío, Negro —le digo—. Eres un criminal..., ¡esto es increíble, esto es repugnante! » «Espabila —me dice—, ellos matan a millones de personas en las guerras y se reparten medallas por ello. La mitad de la gente de este mundo se está muriendo de hambre mientras nosotros estamos sentados viéndolo por la tele. » Te aseguro, Castelo, que a mí empezaron a darme vueltas las paredes y no podía dejar de mirar aquella cabeza, aquellos brazos, aquella pierna troceada... Una cosa asesinada está tan callada, tan quieta; es como si pensases que una cosa asesinada debería estar chillando, no sé. En fin, lo cierto es que me acerqué al fregadero y poté. Estuve vomitando mucho rato. Luego, le dije al Negro que tenía que largarme. ¿No habrías querido tú largarte de allí, Castelo?

—Rápidamente —dijo Castillo—. A toda leche.

—Bueno, pues el caso es que va el Negro y se planta delante de la puerta y me dice: «Escucha..., no fue un asesinato. Nada es un asesinato. Lo único que hay que hacer es pasar de las ideas con que nos han cargado y te conviertes en un hombre libre..., libre, ¿entiendes?» «Quítate de delante de la puerta, Negro... ¡Déjame salir de aquí! » Va y me agarra por la camisa y empieza a rasgármela... Le pegué una ostia en toda la cara, pero seguía rasgándome la camisa. Le endiño otra vez, y otra, pero era como si el cabrón no sintiera nada. Los jamaicanos seguían corriendo en la tele. Me aparté de la puerta y entonces la italiana llega corriendo, me agarra y empieza a besarme. No sabía qué hacer, tío. Es una tía corpulenta. Conoce muy bien todos esos trucos de las enfermeras. Intenté quitármela de encima, pero no pude. Noté su boca en la mía, estaba tan loca como él. Empecé a empalmarme, no podía evitarlo. De cara no es muy atractiva, pero tiene unas piernas y un culo de primera y llevaba un vestido ceñidísimo. Sabía a cebollas hervidas y tenía la lengua gorda y llena de saliva; pero se había cambiado, se había puesto aquel vestido verde y al alzárselo vi las braguitas rosa y eso me enloqueció y miré, y el Negro tenía la polla fuera y estaba mirando. La eché sobre el sofá y empezamos en seguida el asunto, con el Negro allí pegado, jadeando. Lo hicimos los tres juntos, un verdadero trío, luego me levanté y empecé a arreglarme la ropa. Entré en el baño, me remojé la cara, me peiné y salí. Y al salir, allí estaban los dos sentados en el sofá viendo el atletismo. El Negro tenía una cerveza abierta para mí, así que me senté, me la bebí y me fumé un cigarrillo. Y eso fue todo.

Me levanté y dije que me iba. Los dos dijeron: "Adiós, que te vaya bien", y el Negro me dijo que les hiciese una visita de vez en cuando. Entonces me encontré fuera del piso, ya en la calle, y luego en el coche, alejándome de allí. Y eso fue todo.

—¿Y no fuiste a la policía? —preguntó Castillo.

—Bueno, sabes qué, Castelo, es complicado..., en realidad, fue como si me adoptasen en la familia. Fueron sinceros conmigo, no quisieron ocultarme nada.

—Pues, tal como yo lo veo, eres cómplice de un asesinato.

—Mira, tío, lo que yo pensé fue que esa gente, en realidad, no me acababa de parecer mala gente. He conocido gente que me cae muchísimo peor y a la que detesto muchísimo más, y que nunca ha matado a nadie. No sé, en realidad, es desconcertante. Incluso pienso en aquel gitanito del congelador como si fuera una especie de conejo grande congelado...

Castillo sacó la escopeta que escondía de debajo de la barra y me apuntó con ella.

—Está bien —dijo—, vas a quedarte ahí congelado mientras llamo a la policía.

—Mira, Castelo..., tú no tienes por qué decidir en este asunto.

¿Cómo que no? ¡Soy un ciudadano! No puedo permitir que gilipollas como tú y locos como tus amigos anden por ahí congelando gente. ¡El próximo podría ser yo!

—¡Escucha, Castelo, escúchame! Cálmate un momento. Óyeme lo que te digo...

—¡Está bien. Qué!

—Es un cuento.

—¿Quieres decir que lo que me contaste es mentira?

—Sí, tío, era un cuento. Una historia. Una broma, hombre. Te lié. Ahora, guarda esa escopeta y vamos a tomarnos un whisky cada uno. Anda, pon unos leñazos.

—Lo que me contaste no era mentira.

—Te he dicho que sí, joder.

—No, no era mentira... Diste demasiados detalles. Nadie cuenta una mentira así. No era una broma, no. Nadie gasta esas bromas.

—Te aseguro que es mentira, Castelo. Es una historia. Te lo juro.

—¡No!, no puedo creerte.

Castillo se inclinó hacia la izquierda para acercarse hasta el teléfono. El teléfono estaba allí, bajo la barra. Cuando Castillo se inclinó hacia abajo, agarré el botellín de cerveza y le atizé con el en toda la cara. Castillo soltó la escopeta y se llevó la mano a la cara sangrando y entonces salté sobre la barra y volví a atizarle, ahora detrás de una oreja, y Castillo se desplomó. Luego cogí la escopeta, apunté cuidadosamente, apreté el gatillo una vez, luego metí la escopeta en una bolsa de basura, salté la barra, enfilé hacia la entrada y salí a la calle. Tenía el coche en doble fila justo en la puerta del bar. Subí al coche y me piré de allí cagando leches.