miércoles, 7 de enero de 2009

Vigilancia Nocturna


Era la una de la mañana. Yo estaba en mitad del Parque María Luisa sentado en una silla de plástico con un botellín de cruzcampo y vigilando los puestos del Festival de las Naciones. Era una especie de mercadillo itinerante con miles de figuritas tribales, colgantes de la suerte y baratijas por el estilo, traídas supuestamente de todos los lugares del mundo, pero lo cierto es que la mayoría eran países sudamericanos. Y si eras un poco observador podías encontrar la misma diosa de la fertilidad en los puestos de Bolivia, Perú y Ecuador. Me pagaban a seis euros la hora por estar allí sentado como un monigote en mitad de la noche fumando y bebiendo cerveza para que a nadie se le ocurriera robarle a los sudacas. Así que tampoco estaba mal del todo. Al tercer botellín empecé a planear como robarles yo mismo.

Mi jefe era un ucraniano llamado Dáviden que llevaba trabajando en aquel tinglado itinerante desde hacía unos diez años. Se encargaba de vigilarnos a mí y a otros cuatro desgraciados más durante el día para que repusiéramos el papel higiénico en los servicios, recogiéramos la basura de los puestos restaurantes, limpiáramos las mesas y barriéramos todo aquello cada vez que alguien tiraba un papel al suelo, lo cual ocurría más o menos cada cinco segundos. Nos habían dado unos walky-talkys los cuales teníamos que tener siempre encendidos por si surgía alguna emergencia del tipo: alguien ha dejado una compresa usada pegada en el espejo del lavabo de señoras, y cosas por el estilo. Dáviden tenía la habilidad de la experiencia para desaparecer cuando se acababan las bolsas de basura o alguien vomitaba allí en medio alguna salchicha tropical de medio kilo, y sólo aparecía cada media hora para meter prisa y tocar un rato los huevos. Lo peor es que parecía gustarle su trabajo.

Cuando el festival cerró, Dáviden nos dio las últimas instrucciones antes de irse por ahí a emborracharse con las bailarinas del puesto de Brasil, que no bailaban mucho pero formaban la cuadrilla fija de putas que iban con el festival a todos sitios. Nos dividimos el festival en sectores para vigilarlos hasta las dos de la mañana que era cuando entraban a trabajar los vigilantes propios del parque. Cuando me senté en mi puesto de vigilancia nocturna ya no recordaba nada de sus últimas instrucciones porque me quedé mirándolo mientras me hablaba muy lentamente, y preguntándome cuanto tiempo tendría que estar yo mismo trabajando en aquel sitio, de país en país, hasta quedarme completamente loco.

Así que ahí estaba yo, en plena noche, en mitad del parque sentado en una silla de plástico blanca de terraza de bar, rodeado de botellines de cerveza vacíos a mi alrededor y dándole vueltas al coco de cómo hacer aquella experiencia internacional un poco más lucrativa.

Los puestos se cerraban individualmente con un toldo hasta el suelo y luego con otro más largo que cerraba el pasillo central por el que paseaba la gente de país en país. Cuando cerramos los toldos largos del pasillo me di cuenta de que cada tres puestos había otros toldos más pequeños que cerraban el pasillo central en varios tramos diferentes. Pero esos toldos intermedios nos dijo Dáviden que no los cerráramos sin darnos explicaciones de por qué. Era menos trabajo que hacer, así que nadie preguntó.

A la una y media de la mañana acabé el quinto botellín de cruzcampo. Me aseguré de que no hubiera intrusos en mi sector de vigilancia y abrí el toldo del pasillo central entrando con un rápido movimiento y cerrándolo detrás de mí. Desde allí podía ver toda la galería de puestos hasta el final del festival. No vi a ninguno de mis colegas vigilantes asomarse por allí así que parecía que ninguno de ellos se había percatado de los toldos intermedios que cerraban el pasillo. Cerré dos de los toldos intermedios quedándome dentro con tres inocentes países a merced de mi sanguinaria sed de recompensa por toda la basura recogida. Tenía delante mía los puestos de Venezuela, Cuba y algún otro paraíso tropical que ahora no recuerdo. Comencé mi asalto por la isla de Cuba. Solo podía abrir el toldo que cerraba el puesto hasta la cintura de modo que si alguien me pillaba infraganti pudiera dejarlo caer y disimular. Pero no podía quitar el ojo a los toldos que había cerrado a mis dos lados y que me proporcionaban la intimidad necesaria para mi propio saqueo colonial. Cuando abrí el toldo sólo tenía a mano unas cuantas bandejas de anillos, todos ellos muy parecidos entre sí con motivos florales. Mala suerte, yo nunca he sido de llevar cosas en las manos. De todos modos escogí un modelo muy elegante y pude meter la mano y llevarme dos anillos del mismo modelo, uno de cada talla. No tenía tiempo de medirlos y tampoco sabía muy bien cual de ellos le vendría bien a mi chica. Cerré el toldo y pasé al siguiente puesto. No recuerdo de que país era porque cuando abrí el toldo me encontré con unas figuras talladas en madera de medio metro cada una y decidí que no llevaba los medios suficientes para sacar de allí aquella mercancía, así que volví a cerrar el toldo y pasé a mi siguiente víctima. Venezuela traía muchos objetos textiles tales como sábanas, cortinas, manteles, y cosas así. Me quedé un buen rato intentando decidir que modelo encajaría con la decoración de mi piso. Al final me decidí por una hamaca con un bordado precioso. Siempre había querido tener una hamaca de esas que salen en las películas del caribe con el tío tumbado así medio dormido, medio borracho con las gafas de sol y un cocktail con sombrillita en la mano a punto de caerse al suelo.

Al día siguiente le cogí un anillo a mi chica de su mesita de noche y lo comparé con los de mi botín cubano. Le venía perfecto el de la talla pequeña. Hice bien en coger dos del mismo modelo. Era de plata blanca lisa y con siete piedrecitas negras incrustadas formando una flor, como una margarita, que era precisamente la flor preferida de ella. Cuando fui a sacar el anillo de su escondite resultó que ya se le había caído una de las piedrecitas negras y tuve que coger el superglue y las pinzas de depilar para hacer de joyero incrustador improvisado. Desde luego la industria comunista ya no es lo que era. A la semana siguiente me vino mi chica muy triste diciéndome que se le había perdido una piedrecita del anillo, pobrecita. Le dije que era normal, que las margaritas siempre se van deshojando. Me preguntó que qué pasaría cuando se cayeran todas. No supe que contestarle.

La hamaca sigue tirada en el techo del armario, creo. Todavía no se donde colgarla. Ya lo intenté en su día pero acabé quedándome sin perchero en el salón. Tenía que haber escogido las cortinas. O una alfombra. Siempre he querido tener una alfombra calentita en el salón para follar en suelo. Dicen que en el suelo se folla muy bien, pero los que lo dicen seguro que tienen alfombra. Tengo que buscarme una alfombra que haga juego con la hamaca. A ver si el año que viene traen un puesto de la antigua Persia.