miércoles, 18 de marzo de 2009

La Bohème

Me despertó de la siesta echándose a mi lado en el sofá. La dejé jugar un rato. Me hacía cosquillas por el pecho y en la barriga, le gustaba meterme el dedo en el ombligo. Tenía una extraña fijación con esto que me resultaba graciosa porque ella no tenía ombligo. Le habían dejado el ombliguito un poquito hacia fuera. A ella no le gustaba su ombligo. Decía que si lo tuviera bonito se haría un piercing, pero que no le gustaba como lo tenía. Yo no decía nada. Me miró. Le dije que me gustaba su ombligo. Y volvió a meterme el dedito en el mío.

― Me ha llamado antes Said, nos ha invitado al casino del hotel. Hay una fiesta.

Said era su ex. Trabajaba de crupier en el casino. Era un chico alto y guapo. Said era libanés y llevaba cinco años en Madrid. Su viejo tío era socio del casino y le consiguió trabajo en él. Empezó de mantenimiento y fue subiendo poco a poco. Era muy trabajador. Yo lo conocí una noche en una partida en su casa. Conocía todos los trucos. Todas las trampas. Le habían enseñado bien a reconocer a los listos. Yo me hice el tonto aquella noche. Llevaba los mismos cinco años que llevaba él en el país sin sentarme en una mesa de juego. Me costó lo mío dejarlo, más incluso que la cocaína. El juego es lo peor, sobretodo cuando juegas a muerte. Y yo no sabía jugar de otra manera. Pero todo esto ella no lo sabía. Pensé en convencerla de ir a algún otro sitio, pero luego me dije, bueno una partidita sola no es malo. Que coño, una noche es una noche.

― ¿Tú sabes jugar? ― me preguntó.

― Un poco. Pero solo a lo grande. Ese es mi fallo.

― ¿Me enseñarás a jugar a lo grande?

― Claro.

― Yo nunca he ido a un casino. Y el de Said es el más lujoso de la ciudad.

― Ahora que lo dices, ¿sabes cual es la primera regla que tienes que aprender antes de jugar?

― No.

― Aprender a vestir. El y ella siempre tienen que estar impecables. Nos vamos de compras ― sin duda le gustó mucho la idea.

Yo elegí rápidamente un traje de chaqueta negro con camisa blanca y chaleco gris. Con los zapatos me tomé más tiempo mientras ella elegía su vestido. Se probó dos antes de dar con el bueno. Un vestido negro largo con piedrecitas brillantes que le dejaba toda la espalda desnuda.

― ¿Cómo estoy? ¿Te gusta? ― estaba increíble. Le dije con el dedo que se diera la vuelta. Lo hizo muy despacio.

― Estás preciosa ― se la veía muy contenta con su vestido. Sus ojos brillaban de ilusión en el espejo.

Luego llamé a mi socio para pedirle el coche. Me debía un buen favor y ya sabía como me lo iba a devolver. Solo estaba esperando la ocasión. Cogimos un taxi con nuestras nuevas ropas y fuimos a recoger el BMW z4 Coupé biplaza color negro que nos llevaría aquella noche de fiesta. Cuando ella vio el coche se quedó literalmente con la boca abierta.

lol, ¡que pasada!. Nunca me había montado en un deportivo ― yo tampoco, pero nadie lo hubiera dicho de lo bien que me quedaba el traje. Ella me encendió un cigarrillo dejándome el carmín en la boquilla y pusimos rumbo al hotel. Nos íbamos a mezclar con la jet set de Madrid. Sería divertido. Nos inventamos profesiones. Ella sería diseñadora de una firma de ropa muy extraña y exclusiva que solo distribuía en Nueva York, Berlín y Londres. Yo quería ser compositor y violinista solista de la filarmónica de Viena, pero al final me tuve que conformar con representante de la Metropolitan Gallery de Nueva York en Madrid. No estaba nada mal. Seguro que conocía un montón de jóvenes promesas del arte jugando al texas holdem.

Ella consiguió encender la radio del coche después de investigar un buen rato como funcionaba y saltó una música de ópera que nos iba muy bien con nuestra pinta. Nos miramos y nos dijimos “vaya, perfecto”. Yo la reconocí al escuchar un pasaje que me sonaba un montón. Era José Carreras en La Bohème de Puccini. Le conté la historia de Rodolfo y Mimí mientras ella se repasaba las pestañas con rimmel mirándose en el espejo del coche.

― Ese es Marcello, es pintor. Y ese otro es Rodolfo. Es poeta.

― ¿Y qué dice Rodolfo?

― Dice que tiene mucho frío y tiene que quemar sus poemas en la chimenea para poder calentarse.

― Oh, pobrecito. Eso sí que es un artista.

― Y esa es Mimí.

― ¿Y que dice?

― Dice que le va a traer leña. Se han cogido de las manos y le dice que las tiene muy frías.

― ¿Acaban juntos?

― Sí, van camino de la buhardilla de ella.

― ¿Ya? Joder con Rodolfo, no pierde el tiempo. ¿Y como acaba?

― Viven muy felices, aunque pobres, hasta que ella enferma justo cuando él está a punto de dejarla por otra.

― No jodas, que cabrón.

― No creas, lo que le pasa es que le pierden los celos. Pero luego vuelve y se queda con ella hasta que muere. Mimí tiene un final muy triste, aunque dime una opera que tenga un final feliz.

― Es verdad, ella tose. Pobrecita Mimí. Se nota que lo quiere mucho.

― ¿Por qué lo dices?

― Le tiembla la voz, es muy tímida. Lo quiere demasiado.

― Sí, creo que sí.

― Qué bonita. Sabes, puedo imaginarme como se cogen de las manos cuando hablan. Quiero ir a verla. No se me olvidará. Nunca he ido a la ópera.

Cuando llegamos al hotel nos recibió un mozo para aparcar nuestro flamante deportivo. No pude evitar mirarlo fijamente, me quedé con su cara por si le ocurría algo al coche. Tuve que contenerme para que no me saliera la vena polinganera. La cogí del brazo y entramos al casino.

― Escucha, ahora vas a ver mucho glamour falso, mucho dinero y cirugía plástica mala pero los dados giran igual para todo el mundo. No lo olvides.

― ¿Esa es la segunda regla?

― Sí, y la tercera y la cuarta. Una por cada carta.

― Ahá, ¿algo más?

― Sí, pero juguemos. Así es como se aprende. Vamos a comprar las fichas. ¿Cómo vamos a jugar?

― ¡A lo grande!

― Eso es. Esa es mi chica.

En las dos primeras manos me mostré cauto. Me cuesta entrar en calor. Pero pronto empezamos a acumular fichas delante nuestra. Cada vez que ganábamos apretaba su muslo contra mi pierna por debajo de la mesa y me miraba a los ojos. Era muy divertido como los demás jugadores la miraban y se distraían del juego. No creí que fuera a resultarme tan útil a mi lado. En una de las manos me la jugué con un trío y ganamos quinientos euros. Casi se muere de la tensión. Cuando mostré mis cartas se le escapó un gemido y se abrazó a mí.

― Tranquila. Quinta regla: evita las muestras de entusiasmo.

― Joder, que guay. Casi me da algo ― se acercó a mi oído izquierdo y me susurró ― estoy tan excitada que te hacía una mamada por debajo de la mesa mientras los desplumas a todos ― Se me escapó la risa y nos miraron todos los de la mesa. Luego le dije por lo bajo:

― En la siguiente mano quiero que mires al viejo calvo de al lado. Está mirándote las piernas. No intentes mirar sus cartas, tú solo coquetea un poco con él. Dile algo simpático. Nos lo vamos a fundir.

― Okey, como mola…

Dicho y hecho. En la siguiente mano el viejo empresario quiso impresionarla con una escalera y se quedó corto. Le trinque el farol por los cojones y lo dejamos listo. Se levantó y se despidió de ella con un, hasta luego señorita. Ella le devolvió una simpática sonrisa. Perder así al menos resulta agradable.

Ella empezó a animarme a subir las apuestas. Había creado una criatura y se me estaba yendo de las manos. Recogí nuestras ganancias y le dije

― Hemos ganado. Anda Mimí, vamos a tomarnos una copa. Descansemos un rato.

― ¿Ahora? ¡Pero si estamos en racha!

― Precisamente, la racha es el peor enemigo del jugador. Toma, déjale propina al chico y vamos al bar. Sexta regla: nunca tientes al destino.

Fuimos al bar y pedimos dos whiskys. Le conté mi siguiente plan.

― Ahora vamos a ir a una mesa privada. Vamos a jugar a lo grande.

― ¿Una mesa privada?

― Sí, las apuestas van al doble y juega la casa. ¿Sabes que es un primo?

―Claro, el viejo de antes era un primo perfecto.

― Un número primo, me refiero.

― ¿Eh? Ah, sí. El siete y esos, ¿no?

― Un número primo es el que sólo es divisible por uno y por sí mismo. Dos, tres, cinco, siete y once.

― Ahá, ¿y?

― Estate atenta cuando veas uno sobre la mesa. Esas cartas las jugaran todos los jugadores y a nosotros solo nos repartirán dos. ¿Lo pillas?

― Creo que sí.

― Estupendo, vamos.

Dejé pasar cuatro o cinco manos mientras me fumaba el puro que me había comprado en el bar. Desde luego lo estaba pasando bien. Recordé las palabras de mi tío, quien me enseñó a jugar en el porche de la playa, se paciente como las arañas, y cuando llegue tu momento no tengas piedad. Y mi momento llegó. Lo había estado esperando. Cuando el crupier ya esperaba que volviera a pasar levanté un poco la mano y dejé sobre la mesa los quinientos euros que teníamos. Ella ni se inmutó, lo estaba haciendo de puta madre.

― Lo que tenemos en la mano es un full, si queremos apostar quinientos euros se pagan diez a uno ― ella asintió como una profesional y miró al frente. Los demás jugadores se acojonaron, todos menos uno. El listo. Teníamos suerte. Un listo es lo mejor que te puede pasar en una mesa de poker. Los listos tienden a creer que el juego es cuestión de inteligencia. Y como ellos son más listos que nadie acabarán ganando. No falla. Nos vio la apuesta y le enseñé mis dos reinas. Se quedó blanco. Blanco, blanco, blanco. Se le atragantó algo en la garganta y se excusó. No me daba nada de lástima.

― Acabamos de ganar diez mil euros. Coge estos cinco mil, ponlos sobre la mesa y mira a la cara al crupier ― ella lo hizo con mucha clase. Estaba metida en el papel. El crupier se giró y le hizo una seña al jefe de planta. El jefe le dio el visto bueno a la apuesta y seguimos jugando. Ahora mandábamos nosotros. La gente empezó a acercarse a nuestra mesa. Todos querían jugar. Cuando alguien se levantaba enseguida ocupaban su asiento. Por mí estupendo. Nos quedaríamos con todos sus ahorros y sus niños pijos no podrían salir el fin de semana siguiente.

Ganamos una par de manos más como la anterior. Teníamos delante nuestra casi veinte mil euros. Me sorprendió como ella mantuvo la sangre fría. Ahora estaba cogiéndolo de verdad. Seguía mirándome a los ojos después de cada mano que ganábamos.

― Ojos de suerte. ¿Sabes como son? Uno de cada color.

― ¿Quieres que me ponga lentillas?

― Ni hablar ― dejaba su mano en mi pierna de vez en cuando para mantenerme constantemente excitado. Éramos la envidia del casino. Vaya dos personajes.

― Mira ahí atrás, ese de las gafas, ¿lo ves?

― Sí.

― Es el director ― el hombre se acercó muy educadamente y dijo sobre la mesa:

― Ultima mano, caballeros.

― ¿Tan pronto? ― le contestó ella.

― Casi es de día, señorita.

Ya solo jugábamos con fichas doradas de mil euros. El crupier volvió a repartir y ahora sí que sí. Ahí estaban. Pude sentir como sus ojos se abrieron de par en par cuando levanté mis dos ases, y como se clavaron en los otros dos que estaban en la mesa. Su pierna se tensó. Nadie más lo noto. Le rocé el pie como cuando estábamos en la cama. Eso siempre la calmaba. Respiró hondo y me miró. Asentí y ella movió todas nuestras fichas hacia la apuesta. Quince mil euros.

― Un amanecer dorado será entonces ― dije mientras mostré a mis dos pequeños. Se oyó un murmullo por toda la sala. Acabábamos de ganar cuatrocientos cincuenta mil euros.

― La casa tiene que retirarse ― dijo el director sensiblemente afectado.

― ¿La casa tiene sueño? ― le dijo ella con la frente muy alta. Menuda zorra.

― En efectivo, billetes grandes, por favor. Se ha hecho tarde ― dije con mi puro en la boca y levantándome de la mesa. La cogí por el brazo y fuimos a cobrar. Estábamos rodeados de gente. Parecíamos dos actores de Hollywood. Ella sonreía a todo el mundo. Estaba en su salsa. Ni siquiera se había acordado de su ex. Entonces la apreté contra mí y le dije:

― Última regla: si vas a ganar a lo grande, hazlo siempre con una chica del brazo.

― Hemos triunfado esta noche. Lo he pasado en grande.

― Te queda de muerte ese vestido.

― Pues espérate a ver lo que llevo debajo. Vas a flipar.