domingo, 15 de marzo de 2009

Rosas Carnívoras

Termino una y empiezo con otra.
No hablo de mujeres, es cosa de letras, idiota.

Saturnino Rey, Los Veteranos


Yo vivía en la Alfalfa y una noche que estaba dibujando, mientras descubría que el azul diluido en cerveza tomaba los brillos justos que andaba buscando, llamaron a la puerta.

Era Ángela, venía del Brujas porque el tipo del que había estado detrás toda la noche se había liado al final con su amiga, Ana. No parecía muy preocupada por el asunto, y mucho menos indignada a pesar de que Ana sabía que a ella le gustaba el tipo. Así que entré en la cocina a por dos cervezas. Cuando volví había encontrado mi rama y ya estaba deshaciendo un buen cogollo. Yo siempre la tenía escondida en una cajita entre los libros de la estantería. Me quedé mirando la cajita, no me lo explicaba. Me senté en el sofá con ella y me contó de otro chico que llevaba toda la semana llamándola. No estaba tan bueno como el otro del bar pero le había gustado por su forma de mirarla. Bueno, la había llamado el jueves para salir un rato pero le dijo que estaba muy liada así que lo dejaron para otro día. Pero lo cierto es que estaba tirada en el sofá viendo una película vieja de Marlon Brando y luego se fue a la cama y se masturbó. Ángela era así. Al parecer lo había conocido el fin de semana anterior pero no le había apetecido quedar con él. Ahora estaba planteándose llamarlo mañana. Ya no le parecía tan malo. Así son las cosas. Nos bebimos las cervezas y volví a la cocina a por otras dos y también nos las bebimos. Intenté preguntarle por su amiga Ana discretamente, yo ya la había visto alguna noche por ahí y me había fijado en ella. Ella no pareció coscarse de mi pregunta y me dijo que tenía que volver al bar a por ella. La había dejado allí un poco tirada, pero claro, no había querido quedarse esperándola mientras ella se relamía del tio bueno. Entonces recordé una frase que había leído en algún sitio que decía: quien soporta que abuses de él, bien te conoce. Luego se fue después de prometerme que me compraría un cuadro.

Cerré la puerta y volví a colocarme delante de mi lienzo azul. Lo miré un buen rato. Lo miré a los ojos mientras me acababa el segundo porro. Intenté averiguar si me decía algo. Hasta le pregunté en voz alta. Pero no parecía tener muchas ganas de charlar conmigo así que me fui a por otra cerveza. Abrí el botellín y la chapa giró en el aire. La atrapé al vuelo. Me quedé mirándola. Me gustaban sus bordes. Pero tampoco me decía nada. La cogí en mi mano y la apreté hasta doblarla por la mitad. Me quedé mirándola otra vez. Me recordó a las plantas carnívoras esas que atrapan insectos entre sus espinas. Una vez estuve en casa de una chica que tenía una de estas plantas. Ella solo la regaba y la planta se encargaba de limpiar la casa de moscas y mosquitos. No volví a quedar con esta chica nunca más. Entonces me acerqué a mi lienzo. Algo le faltaba a la rosa que acababa de dibujar. Cogí pegamento y pegué la chapa doblada al lienzo sobre uno de sus pétalos. Una rosa carnívora, me gusta. Ya tenía un buen título. Entonces volvieron a llamar a la puerta.

Era María Chiara, la novia del italiano con el que estaba enrollada se había presentado en su casa y los había pillado en faena. La chica furiosa le había arañado la cara y zarandeado de los pelos hasta sacarla a la escalera. Le fui a buscar una cerveza pero andaba de lado a lado por el cuarto con la blusa rota por el cuello, no sabía que hacer y estaba muy nerviosa. Fue al baño y tardó un buen rato en salir. Le dije que se sentara en el sofá y se calmara un poco. Cogió el botellín donde estaba mojando mis pinceles de azul y se lo bebió por la mitad. No supe como explicarle lo de mi último descubrimiento en azul-cerveza así que no le dije nada y solo le quité el botellín de delante. Se relajó un poco y empezó a contarme todo lo que había pasado. Las españolas están todas locas, me dijo. No supe que contestarle, desde luego no iba a ser yo quien le dijera que no. Me bebí mi cerveza y luego la suya, la azulada, mientras me contaba. Al parecer era la típica historia: la novia se suponía que volvía el domingo de su viaje pero había adelantado la vuelta para verlo a él. La gente debería saber que aunque ese tipo de sorpresas están muy bien cuando tienes ganas de ver a tu pareja, siempre existe la posibilidad de que la sorpresa te la lleves tú. Chiara hablaba gesticulando como había sido la pelea. Al parecer la chica se fue a por ella sin pensárselo en cuanto entró en el piso. Le dije que tal vez la novia ya se oliera el percal de lo que estaba sucediendo con su chico y aquel regreso inesperado hubiese sido en realidad una trampa. Se quedó mirándome. Lo vio claro. Desde luego habían caído con todo el equipo. Le cité una antigua frase que decía: todo lo que hoy está demostrado, alguna vez fue imaginado. Poco después se fue, no parecía muy decidida.

Cerré la puerta. Volví a mi mierda de cuadro. Ya ni lo miré al pasar por delante camino de la nevera a por otra cerveza. Mierda, no quedaban ya. Mi descubrimiento artístico tendría que esperar a otro día, con todo el riesgo que eso conlleva. Miré encima de la nevera y encontré una botella de escocés por la mitad. La destapé y acerqué mi nariz. Le pegué un buen trago y me la llevé al estudio. Me senté en el suelo de espaldas al lienzo con la botella. No tenía caballete, grapaba los lienzos directamente en la pared del estudio. Pintaba a modo mural. Me gustaba la sensación al pintar contra la pared. Dibujo y grabado a la misma vez. Los profesores de dibujo siempre me lo dijeron, aprietas mucho el lápiz, chaval, y yo no sabía como explicarles que a mí lo que me gusta es apretarla hasta el fondo. Pero en verdad siempre me fue bien en mi época académica por el realismo idealista de mis retratos. Después de tantos años la belleza sigue siendo lo único que me hace abrir bien los ojos. En esto estaba cuando volvieron a llamar a la puerta, pero esta vez me sonó de manera familiar.

Era ella, me dio un beso, entró al salón de dos pasos y levantó la nariz. Parecía una perra olisqueando el aire. No sabía si reírme o pasar de ella. Es lo que tiene estar con una loca. Se giró hacia mí muy tensa y me dijo:

― ¿Dónde está?

― ¿Dónde esta? ¿Dónde está qué?

― ¡¿Dónde está esa zorra?!

¿Qué?

― Puedo olerla hijo de puta. Ha estado aquí. ¿Ha estado aquí verdad?

― Pero de qué estás hablando, aquí no ha …

― ¡Ha estado aquí! ¡Ha estado aquí, hijo de puta! Conozco este olor…

― Espera, deja que te lo explique. A lo mejor es por una amiga que acaba de irse. Venía de estar con un chico y seguramente …

― ¡¡Nooo!! Cabrón hijo de puta, no me creo nada de ti, ¡nada! No me empieces con tus historias, eh. ¡A mí no me vengas con tus historias! ― era inútil así que volví a sentarme en el suelo mientras ella se ponía de puntillas olisqueándolo todo. Se agachó sin acercarse a mí y me cogió de la camiseta y la olió. No parecía contentarse con eso. Así que la dejé pasear su pequeña naricita respingona por el sofá, por las cortinas y hasta por mis pantalones que estaban colgados en una silla desde hacía dos días en busca del rastro femenino. Le pegué otro buen trago al whisky sentado en el suelo y solté un sonoro eructo. Me lanzó una mirada afilada, pude leer en sus ojos. Creía que intentaba disimular el rastro de perfume con el olor del whisky. Luego se sintió un poco decepcionada de su primera intuición. La muy zorra era lista. Siempre me han gustado las mujeres inteligentes. Aunque también me gustan las tontas. Pero no es lo mismo. Ni de coña.

― Me voy.

― ¿Ya te vas? Pero si acabas de llegar y solo has hecho olisquearlo todo de manera acusatoria. ¿Y ahora te vas?

― Sí.

― ¿Y para que has venido? Si puedo saberlo.

― Cosas mías. Adios.

Me dejó allí solo, sentado en el suelo con la botella. Luego abrí el balconcito para ventilar aquello. Entonces otro olor vino a mi fea nariz. Olía a quemado y venía de la calle. Cuando me asomé al balconcito vi como unos niñatos le metían fuego a un contenedor de basura lleno de cartones y muebles viejos. Se reían. Entonces uno de ellos levantó la vista y salieron corriendo. Giré la vista y vi a mi vecina con el teléfono inalámbrico en su balcón. Les gritó que estaba llamando a la policía mientras los chiquillos huían calle abajo. Doblaron una esquina y mi vieja vecina soltó el teléfono. Luego nos quedamos los dos un buen rato mirando el fuego. Era una preciosa llama púrpura de dos o tres metros de alto bailando en mitad de la plaza. Se oían los chasquidos de la madera en combustión. El fuego era hipnotizante. Entonces oí a mi anciana y sabia vecina decir: si al menos los necios persistieran en su necedad se tornarían sabios. Me pareció una frase con bastante sentido.

Volví adentro, y encontré una cerveza por la mitad sobre la mesa. Estaba caliente. Ella la había encontrado detrás del sofá. También se la había llevado a su nariz. Besé la boca de la botella, metí mi pincel, me encendí un cigarrillo, lo dejé en mis labios, agarré el pincel y seguí con lo mío.