martes, 21 de abril de 2009

Ojos Negros

Nunca preguntes por quién doblan las campanas; doblan por ti.
Ernest Hemingway


El Monte Mateo es una montaña de 895 metros de altura, y dicen que es de las más altas de la Sierra Morena. Cerca de la cima se encuentra el esqueleto seco de un eucalipto blanco de más de cincuenta metros de altura rodeado de pequeños alcornoques y castaños. Nadie ha podido explicarse nunca como se ha conservado su tronco tantos años allí de pie, ni que hacía allí un árbol de esa especie.
Manolo no dejaba de mirar como sobresalía su tronco muerto sobre las copas de los demás árboles mientras sentía como la sangre caliente le empapaba su bota derecha por dentro. De vez en cuando movía su pie y tenía la misma sensación de cuando niño metía sus pequeños y desgastados zapatos en los charcos de la plaza del pueblo después de llover. La sangre de su pie se enfriaba muy rápidamente y sabía que era lo que mejor le podía pasar ya que al enfriarse no desprendía tanto olor, que aunque para él era casi imperceptible sabía muy bien que no lo era así para los otros habitantes del Monte Mateo. Cogió el cuchillo y cortó la pernera del pantalón de arriba abajo, a partir del bolsillo izquierdo. Separó la tela con las manos y se miró el muslo. Tenía una hinchazón puntiaguda y rojiza en forma de cono, y al palparla con los dedos sintió el hueso del fémur roto bajo la piel.

Manolo solo soltó su rifle de ojos negros para apretarse el torniquete del muslo hecho con la pernera del pantalón. Luego volvió a coger el rifle manteniéndolo en el pecho e intentando dejar la mente en blanco. Sabía que lo más importante era calmarse y que no lo encontraran. Pero la hemorragia no acababa de cerrarse. En el fondo sabía que nunca pararía del todo pero ese pensamiento era de lo menos práctico en su situación. Había elegido un buen escondite medio metido en el tronco abierto de un castaño que se abría hacia arriba dejando el camino del valle a su espalda a unos cincuenta metros bajo la loma. Si alguien se acercaba por el camino podría oírlo a sus espaldas y esperarlo bien preparado. La única cosa de la que estaba seguro en todo momento era de que si lo descubrían allí se llevaría a más de un fascista por delante. Aún le quedaban veinte balas del calibre 54 en el cinto. Cogió diez de las balas y las dejó repartidas en los bolsillos delanteros de su casaca, cinco balas en cada bolsillo. Las otras diez dudaba de tener la oportunidad de usarlas si surgían problemas. Aún así podría echar mano de ellas en cualquier momento. Solo deseaba no tener que hacerlo. Por primera vez en su vida sintió como el miedo ascendía por su pierna derecha en dirección contraria a la que la sangre brotaba preparando el camino. Volvió a apretarse el torniquete una vez más, no estaba dispuesto a dejar subir al miedo de rodilla para arriba.

Solo consiguió relajarse volviendo a recordar la maldita operación y el por qué los habían descubierto tan pronto. Los fascistas no tuvieron más que darse la vuelta y desplegarse para repeler a todo su grupo. Pedro, Obdulio, Emilio, Ramón, todos muertos. Ya no volvería a mandar callar a su hermano pequeño, Ramón, que siempre era capaz de hacerlos reír incluso en los momentos más chungos. Ya no escucharía sus blasfemias e insultos nunca más. Justo cuando se separaron en el camino del barranco se quedó mirándole a los ojos. La noche anterior mientras Ramón y Emilio hacían la guardia no había podido llegarse a dormir, y desde el catre pudo escuchar como ninguno de los dos estaban muy seguros de la misión que habían aceptado. Sin embargo en cuanto Manolo aceptó hacerse cargo del Monte Mateo los cuatro se levantaron sin decir ni mú, así que cogieron sus cosas y esperaron a Manolo en el porche de la iglesia del pueblo que ahora era el cuartel improvisado. Ya no era iglesia pero allí se seguían repartiendo ostias, bromeaban los chavales que salían del despacho de la comandancia instalado en la sacristía de la iglesia. En el campanario de la iglesia las cigüeñas habían dejado el nido allí intacto para cuando todo se calmara. Tardarían cuatro años en volver las cigüeñas, pero eso allí nadie lo sabía.

La misión era muy sencilla, emboscar la delantera de la columna del capitán López justo en el barranco del Monte Mateo. Solo tenían que hacerlos retroceder para hacerle perder tiempo al capitán López. El resto de su columna tardaría al menos una semana en llegar al monte y en ese tiempo ya se habrían instalado en la aldea de Vallehermoso donde podrían atrincherarse indefinidamente, al menos hasta que la aviación tomara cartas en el asunto. Pero aquello no sería fácil de digerir por López y en eso consistía su mejor defensa.

Manolo dispuso a Ramón y a Emilio justo detrás del puente del barranco. Si no fueran capaces de hacerlos retroceder tendrían que volar el puente. Aquello los retrasaría aún más. Sin embargo el pequeño puente del barranco era la única salida segura para toda la compañía hasta la aldea de Vallehermoso. Cualquier otra ruta solo sería un calvario para poder trasladar a los heridos y al resto del campamento. Ramón llevaba en su petate los veinte kilos de dinamita que habían podido sacar del cuartel para volar el puente. El le explicó a la comandancia que necesitaría cuarenta para no dejar ni un pilar o treinta para volar únicamente el tramo intermedio del puente. Pero solo había veinte kilos a disposición. La noche antes de salir le explicó a Manolo como lo haría con solo veinte kilos.

― Solo lo he visto hacer una vez, al americano aquel de Madrid, pero puede hacerse. Se cubre el tramo del puente de barro y se coloca la dinamita debajo en fila a lo ancho. Con una tendía de tres dedos de barro vale. El barro se aprieta cuando se seca y hace de pantalla. Así la viguería del puente no cede y cruje con la explosión. Si no cruje al menos tendrán que pasar de uno en uno. No hay otra, Manolo.

― Tendrá que hacerse. El barro lo pondremos la noche anterior, tendremos que bajar todos menos uno hasta el arroyo y mojarnos los pies. Para la tarde ya estará bien seco. Esa loma está en solana.

― Esperemos que apriete el Lorenzo como lo ha hecho toda la semana. Si no estamos jodidos, Manolo. Si no se seca el barro se reblandece la madera y entonces la habremos cagado hasta el fondo.

― Ya veremos, hermano ― dijo Manolo mirando hacia el cielo ― ya veremos.

Por la tarde bajaron todos menos Obdulio al arroyo y empezaron a llenar los petates de barro. Ramón hizo la tendía con una vara de castaño y colocó la dinamita debajo de las vigas del puente. Luego subieron todos hasta el tronco seco del eucalipto del Monte Mateo. La noche estaba clara y seca, haría sol por la mañana.

Emilio había dejado una ramita con brea en la vera del arroyo atada a un pedrusco. Cuando se despertó bajó hasta el arroyo y había una mirla pegada en la brea, todo alrededor estaba lleno de plumones negros. La mirla había dado guerra toda la noche pero la brea era buena. Emilio la cogió y le retorció es pescuezo sin dudarlo. La metió en el zurrón y se la desayunaron a la plancha con un diente de ajo junto al eucalipto blanco. Fue lo único en lo que tuvimos suerte, pensó Manolo mientras sentía como la fuerza abandonaba sus manos apretando el rifle de ojos negros contra su pecho metido en el tronco del castaño.

Al caer la noche recordó que había guardado algo de pan y sobrasada en su zurrón envueltos en papel. Lo abrió y extendió la sobrasada por el pan con los dedos. Nada más terminar de comer se sintió el estómago lleno y relajadamente se dejó llevar por el sueño.

Un sonido que provenía del barranco lo despertó cuando aún no había abierto el día. Asomó la cabeza por el tronco vacío del castaño y pudo ver el cielo blanco del amanecer. Luego el sonido volvió a sus oídos. Eran López y sus hombres, habían encontrado los cuerpos de los milicianos batidos la noche anterior. Apenas le quedaban fuerzas para recoger el rifle apoyado entre sus piernas. La hemorragia parecía haberse detenido pero no sentía nada de cintura para abajo. Manolo sabía muy bien que significaba aquello. La perdida de sensibilidad es el primer y único buen síntoma de la gangrena. Sacó una bala de su bolsillo derecho con la mano temblorosa y la metió en la recámara del rifle de cazador de su padre. Le vino a la mente la primera vez que le dejó disparar.

―Tienes que cogerla así, firme, como a una mujer. Tu piensa que es esa niña de la aldea que te gusta, ¿como se llamaba?

― Lola.

― Eso es. Imagínate que es la cintura de Lola. No la agarres, abrázala fuerte, así.

Manolo cerró el cañón. Pensó en su madre, en el tacto áspero de sus manos que con cariño le acariciaba la cara. Sus ojos se llenaron de lágrimas que rebosaron por sus mejillas sin afeitar. Pensó en Ramón, en la última mirada que tuvieron en el aquel maldito barranco. Y pensó en Lola. En aquella tarde de romería que se subió con él en el caballo el día que la conoció, y en cómo le temblaban las manos aquel día a pesar de lo que le había dicho su padre. Pensó en su primer beso en el olivar del padre de ella, en su inocencia que tanto le hacía desearla. Pensó en sus manos, en sus muslos cálidos, en su boca, en sus ojos negros. Y entonces, y por primera vez desde que llegaron al Monte Mateo, se sintió seguro y a salvo. Cerró los ojos y dijo en tono suave.

― Espérame cariño, ya voy.

Manolo apoyó la culata del rifle contra el suelo mientras escuchaba a los hombres de López subir por el camino del valle.